El siglo de Oppenheimer
Se cumple este año el centenario del nacimiento de Jacob Robert Oppenheimer (1904-1967), un hombre cuyo recuerdo todavía no se ha traspapelado en ese abigarrado almacén que es la historia, un físico brillante, aunque no de la talla de otros cuya memoria nunca llegó a enquistarse tanto en la cultura universal. Los motivos que explican este hecho son conocidos, pero recientemente han salido a la luz datos que dan a su historia, y a la de su tiempo, matices nuevos. Más aún, en esa historia se pueden encontrar tendencias de la ciencia del siglo XX, y de la política, que han aflorado de nuevo -si es que alguna vez estuvieron ocultas- en los últimos tiempos.
No fue Robert Oppenheimer un hombre perfecto, aunque se dieron en él una serie de circunstancias que explican su inmenso carisma. Neoyorquino de ascendencia judía, estudió física y química en Harvard, licenciándose en sólo tres años. Una vez graduado se trasladó a Europa, justo en los años en que en el Viejo Continente se acababa de alumbrar la mecánica cuántica, una teoría que no sólo cambiaría la física sino también el mundo. Permaneció allí cuatro años, estudiando con Rutherford (Cambridge), Born (Gotinga), Ehrenfest (Leiden) y Pauli (Zúrich). Ciertamente, sabía dónde encontrar la excelencia, una habilidad que le serviría bien cuando años más tarde le fue encomendada la tarea de dirigir un centro singular: el laboratorio de Los Álamos.
De regreso a su patria compartió puestos docentes en la Universidad de Berkeley y en el Instituto Tecnológico de California. La década de los treinta y comienzos de los cuarenta fue, desde el punto de vista científico, la mejor época de su vida. Durante esa poco más de una década, Oppenheimer -Oppie, para sus colegas- produjo magníficos trabajos en electrodinámica cuántica, física nuclear y de altas energías, y astrofísica. Fue, de hecho, uno de los que más hizo por introducir la física cuántica en Estados Unidos, en donde llegaría a prosperar con una fuerza, de la que careció en Europa, exhausta después de nutrir manantiales de odio y muerte. En ciencia fue un hombre de su tiempo. Pero también lo fue en el plano sociopolítico, en el que sus simpatías se inclinaron, en aquellos años, hacia la izquierda. Participó activamente en varios comités para ayudar a la República Española durante la Guerra Civil y frecuentó la compañía de organizaciones comunistas (su hermano Frank fue durante algún tiempo miembro del partido, y él se casó con la viuda de un comunista que murió mientras combatía en España). Sin embargo, nunca se demostró que él hubiese sido miembro del partido.
Era inteligente, brillante, culto, atractivo, rico, además de altanero y orgulloso. En Berkeley, en donde Ernest Lawrence estaba creando la física de altas energías, con sus cada vez más grandes aceleradores de partículas, sus habilidades como teórico resultaban indispensables. No es sorprendente, por tanto, que en 1943 el general Leslie Groves -que no ignoraba las relaciones que Oppenheimer había mantenido con organizaciones de izquierdas- lo eligiese para dirigir el laboratorio de Los Álamos, la última pieza del Proyecto Manhattan, creado para construir bombas (atómicas) de poder nunca antes imaginado. No decepcionó al general, como quedó patente en agosto de 1945 en Hiroshima y Nagasaki. Pero para ello fueron necesarias no sólo sus conocimientos científicos, sino también una gran capacidad organizativa y habilidad para manejar a lo que seguramente constituyó la mayor concentración de la historia de primadonnas científicas. En este sentido fue un pionero de lo que después llegaría a ser frecuente: científicos eminentes que a partir de un cierto momento se convierten en organizadores, en "empresarios de la ciencia", con las inevitables consecuencias que ello conlleva en sus propias investigaciones. Un somero vistazo a la lista de publicaciones de Oppenheimer muestra que desde 1926 hasta 1942 escribió 64 artículos, ninguno entre ese último año y 1945, y únicamente cinco a partir de 1946. La "Gran Ciencia", la ciencia que reúne en proyectos de investigación centenares de científicos y técnicos y que requiere de enormes recursos económicos, la ciencia que cuenta entre sus elementos, además de los puramente científicos, otros relacionados con la política, la industria y la economía, necesita de Oppenheimers. Por eso, al recordar el centenario de su nacimiento, podemos decir que su ejemplo marcó en la ciencia un siglo: el siglo de Oppenheimer.
Convertido en un héroe nacional después de agosto de 1945, comenzó entonces una nueva etapa de su vida. Una etapa que finalmente haría de él un miembro del reducido panteón en que se encuentran científicos que fueron víctimas de la opresión y la intransigencia. Aunque separados por cuatrocientos años, Galileo y Oppenheimer son, probablemente, las figuras más destacadas de este ejemplar colectivo. En el caso de Galileo el opresor fue la Iglesia romana, mientras que en el de Oppie fueron todos aquellos que en Estados Unidos deseaban beneficiarse, frente a la Unión Soviética, del poder nuclear con el que inesperadamente se habían visto dotados. Los militares del Pentágono, por supuesto, formaban parte de ese grupo, pero no sólo ellos, también personajes tan poderosos como el siniestro director del FBI, Edgard Hoover, el senador Joseph McCarthy y el influyente Lewis Strauss, miembro y luego director de la Comisión de Energía Atómica (CEA), agencia que monopolizaba todo lo referente a la energía nuclear, y científicos, entre los que ninguno sobresalió más que Edward Teller.
El problema es que Oppenheimer llegó a la convicción de que no tenía sentido embarcarse en una carrera de armamento nuclear, buscando más y más poderosas bombas, como la bomba de hidrógeno, la "súper". Y su opinión no era la de cualquiera, sino la del "padre de la bomba atómica", de alguien que figuraba en los comités más importantes que aconsejaban sobre asuntos nucleares. Cuál era su opinión aparece expresada claramente en un informe que, en nombre del Comité Asesor de la CEA que dirigía, envió el 17 de agosto de 1947 al secretario de Guerra: "Creemos que la seguridad de nuestra nación", como algo opuesto a su habilidad para infligir daño a una potencia enemiga, "no puede residir completamente o incluso fundamentalmente en su capacidad científica o técnica. Debe basarse sólo en hacer que las guerras futuras sean imposibles. Es nuestra unánime y urgente recomendación... que se lleven a cabo todos los acuerdos internacionales necesarios para lograr tal fin". Cuando en 1949 la Unión Soviética hizo estallar su primera bomba atómica, fueron muchos en Estados Unidos los que vieron en el desarrollo de la "súper" la única medida para combatir a los soviéticos. Oppenheimer se esforzó por retrasar los trabajos en semejante dirección con el fin de intentar llegar a un acuerdo con la Unión Soviética para renunciar a esa arma, pero el presidente Truman decidió dar luz verde a la fabricación de la bomba.
En semejante escenario, acaso hubiese sido prudente que Oppen-heimer retornase a la vida académica, pero aunque tras el final de la guerra retomó algunas de sus actividades universitarias en California, desde el principio las alternó con constantes viajes a Washington DC, para asistir a los comités en que figuraba. Al director del Departamento de Física de Berkeley le confesó que echaba de menos los corredores de poder de Washington. De hecho, cuando, a comienzos de 1947, se le ofreció la dirección del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, la aceptó, contento de instalarse en un lugar cercano a la capital federal, ocupado en tareas organizativas. Tenía razón Teller, el científico que más y con más dureza combatió a Oppie, cuando respondió a la célebre frase de éste, de que los físicos habían "conocido el pecado" debido a la bomba atómica, señalando que lo que los físicos habían "conocido es el poder". Y, añado yo, entonces al igual que hoy ese poder les había gustado. No los culpemos por ello, pero tengámoslo en cuenta.
La influencia que Oppenheimer ejercía, o podía ejercer, hizo que a partir de 1950 se intensificasen los esfuerzos para apartarlo del escenario político nuclear. El anuncio en febrero de que Klaus Fuchs, miembro (de origen alemán) de la delegación británica que había trabajado en el Proyecto Manhattan, acababa de confesar que había pasado secretos atómicos a la Unión Soviética, ayudó en este sentido. Inmediatamente, el 9 de febrero, el senador McCarthy declaraba que poseía una lista con más de 200 nombres de comunistas que se habían infiltrado en el Departamento de Estado, e iniciaba su famosa caza de brujas política. En marzo, Oppenheimer declaraba ante un Comité Conjunto que ahora era "un decidido anticomunista, cuyas antiguas simpatías por causas comunistas le habían inmunizado contra más infecciones".
No bastó con esto, sin embargo. Ni tampoco con que el 1 de noviembre de 1952 se llevase a cabo con éxito la primera explosión termonuclear estadounidense. La persecución a la que fue sometido tanto por Strauss, nombrado por Eisenhower director de la CEA, como por Hoover, dio como fruto que el 3 de diciembre de 1953 el presidente ordenase que se estableciese una barrera entre Oppenheimer y los secretos atómicos. Ahí podía haber terminado todo, más aún habida cuenta de que el último vínculo que unía a Oppie con la Administración en asuntos atómicos expiraba en junio de 1954. Habría bastado con no renovárselo. Sin embargo, una vez más, no era suficiente: era preciso demostrar a otros el riesgo que asumían si se enfrentaban a ellos, a los que sólo podían imaginar un futuro seguro bajo el escudo de miles y miles de bombas nucleares. Y así fue como Oppenheimer terminó ante una Junta de Seguridad de Personal de la CEA, ante la que fue interrogado, al igual que otros, amigos y enemigos, entre el 12 de abril y el 6 de mayo de 1954 para juzgar sobre su lealtad. El 27 de mayo una mayoría (2 frente a 1) de esa junta emitió su recomendación. Merece la pena recordar uno de sus pasajes centrales: "No creemos que lo que hemos encontrado... proporciona una completa y automática respuesta a la cuestión que se nos planteó... Por una parte, no existe evidencia de deslealtad. De hecho, tenemos delante de nosotros muchas responsables y positivas evidencias de la lealtad y amor por su país del individuo concernido. Por otra parte, no creemos que se haya demostrado que el doctor Oppenheimer esté libre de sospecha en lo que se refiere a conducta, carácter y asociación. Podemos en conciencia, creemos, concluir nuestra difícil tarea con una breve, concisa, recomendación: no pueden existir obstáculos para la seguridad nacional, que en tiempos de peligro debe ser absoluta, y sin concesiones a razones de admiración, gratitud, recompensa, simpatía o caridad. Cualquier duda que surja debe resolverse a favor de la seguridad nacional. El material y evidencia presentado a esta junta deja dudas razonables con respecto al individuo al que concierne. No podemos, por consiguiente, recomendar que se le devuelva la autorización de acceder a secretos".
Lo peor de todo es que, aunque escritas hace ya medio siglo, estas palabras no han sido guardadas, con vergüenza, en el cajón más oculto de la historia. Continúan vigentes hoy, a la vista de todos: en, por ejemplo, la base estadounidense de Guantánamo, en donde, en aras a una supuesta "seguridad nacional", centenares de personas han sido -la mayoría continúan allí- retenidas sin disponer de las más mínimas garantías jurídicas. Y también en el muro que Israel ha levantado en Palestina, al igual que en todos esos aeropuertos norteamericanos, en los que la sospecha se impone sin consideración a las posibles humillaciones que se puedan producir en el camino.
No es sorprendente, claro, que con semejantes recomendaciones, el 29 de junio la propia CEA decidiese retirar a Oppenheimer el permiso a acceder a secretos atómicos, justo un día antes de que tal permiso expirase.
Robert Oppenheimer fue acusado y condenado, en una mera "audiencia", o "vista", sin ninguna potestad legal, no por haber pasado información a otros países, por haber sido o no comunista, sino por sus opiniones. El delito de opinar en contra de lo que otros pensaban. En el camino quedaron todo tipo de iniquidades. Durante 11 años, violando la legalidad, el FBI abrió su correo, controló sus llamadas telefónicas, instaló micrófonos ocultos en su despacho y en su casa, y siguió todos sus movimientos. Y no sólo fue él. Entre 1947 y 1952 casi cinco millones de personas fueron investigadas en Estados Unidos. Del 99,5% de ellas no existía nada sospechoso en sus historias previas.
Los Teller, Lawrence, Strauss, McCarthy, Hoover, al igual que sus compañeros de viaje soviéticos hacia las entrañas de la destrucción nuclear, ganaron finalmente la partida a los Oppenheimer, Bethe o Sajarov: cuando la Unión Soviética se desmoronó en 1991, entre ella y Estados Unidos habían fabricado en torno a 125.000 armas nucleares. Eisenhower tuvo tiempo de darse cuenta del peligro que representaba una alianza entre ciencia y política como la que había conducido al final político de Oppenheimer, al que él también había contribuido. Lo demuestran unas frases de su discurso de despedida al abandonar la presidencia en 1961, cuando sus sinceros esfuerzos por lograr un acuerdo permanente que prohibiese las pruebas nucleares había quedado en prácticamente nada. "Al respetar la investigación y los descubrimientos científicos", manifestó entonces, "debemos también estar alertas al peligro igual y opuesto de que la política pública pudiera ser capturada por una élite científico-tecnológica". Tras lo cual añadía lo que es, ciertamente y hasta la fecha, una sabia recomendación: "La tarea del estadista es conformar, equilibrar e integrar estas y otras fuerzas, nuevas y viejas, dentro de los principios de nuestro sistema democrático, dirigido siempre hacia las metas supremas de una sociedad libre".
José Manuel Sánchez Ron es miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid.
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