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IDA y VUELTA
Columna
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Les vi

Enrique Vila-Matas

Les vi ayer, junto al Umbracle, con sus uniformes de gala y sus gorras barretinas. Estaban relajados, preparándose para el acto solemne. Como es bien sabido, un momentito es mayor que un momento. Lo digo porque mi mirada, que en un primer momento había abarcado al grupo entero, acabó centrándose en un solo objeto, acabó aislando un botón de entre la vertiginosa avalancha de uniformes. Era el botón superior de una chaqueta impecablemente abrochada. Ya decía Lichtenberg que la tendencia humana de interesarse en minucias ha conducido a grandes cosas. ¿Quién habría diseñado aquel pequeño objeto tan perfecto? ¿Blanc, Díaz, Miró? Seguramente alguien consciente de que un botón es una pieza que se sujeta en los vestidos para que, entrando en el ojal, los abroche y asegure, pero consciente también de que un botón puede ser visto como metáfora modesta del universo.

El hecho es que el acto se anunciaba solemne y, como tantas veces ante lo pomposo y grandilocuente, mi mirada fue a posarse en lo pequeño. Me acordé de todo tipo de miniaturas antes de recordar una pequeña tienda de Lisboa que fotografié en el invierno de 1996, una tienda especializada exclusivamente en la venta de "botones bonitos", según el anuncio que hay a la entrada. Y también me acordé de una entrevista, leída hace poco, con el diseñador barcelonés André Ricard, una entrevista encabezada con una declaración de principios: "¡Qué bello es un botón!".

A juicio de Ricard, su objeto predilecto es el botón: "Mírelo, mírelo. ¡Es perfecto! El botón jamás se extinguirá. Aparecerán las cremalleras, el velcro, pero da igual. El botón no morirá". Ricard cree que un botón sería una escultura maravillosa, que él imagina de dos metros de diámetro, en mármol blanco de Mármara sobre un pedestal de granito negro. Ahí discrepo, porque Ricard quiere convertir en grande algo que no necesita serlo y que, además, es grande precisamente porque es pequeño. Lo minúsculo tiene algo de metáfora opuesta a lo solemne y a esa soporífera pesadez que anida en toda grandeza. Un botón es un botón, no es un gigante. Y su belleza guarda necesariamente relación con su pequeñez. Un botón no puede ser mayúsculo y parecerse, por ejemplo, a una gran fecha solemne y encima pretender que no percibamos que, al carecer de la belleza de lo mínimo, sólo puede aspirar a representar algo magno y, por tanto, soporífero.

Ayer, viendo al botón entre tanta magnitud y sopor, pensé en los que tienen alergia a los grandes momentos y a los discursos egregios y me vino a la memoria el escritor suizo Robert Walser y el discurso mínimo que le dedicó a un botón: "Jamás te has situado en primer plano para sacar provecho de una bonita iluminación y más bien, con una conmovedora y deliciosa modestia que, sin duda, jamás será suficientemente apreciada, te has mantenido en la más discreta de las discreciones". Al botón deberían tomar como ejemplo aquellos que viven acosados por la manía de la grandeza. "Eres capaz de vivir sin que nadie se acuerde, ni lejanamente, de que existes", le dice Walser. El botón, lejos de los canapés nacionalistas y no nacionalistas, se siente consagrado a un silencioso cumplimiento del deber, y no celebra nada porque está siempre ocupado, porque la naturaleza de su labor le obliga a estar trabajando en la sombra y ser diligente a todas horas. Su historia -rara de ver hoy en día- es la del deber cumplido y la modestia. Le vi ayer, junto al Umbracle, y le dediqué en silencio unas palabras de agradecimiento mientras me acordaba de aquel amigo que siempre me decía que nuestros políticos se cultivan en invernaderos.

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