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Columna
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Por fin, debate territorial

El debate territorial ha empezado como cabía esperar: con una catarata de opiniones completamente descontroladas desde todos los puntos de la geografía española y desde todos los partidos políticos. Se avanzan posiciones desde Cataluña y el País Vasco, pero también desde Andalucía y las Islas Baleares, desde Extremadura y desde la Comunidad Valenciana. Y entran en contradicción no sólo las que se avanzan por dirigentes de partidos distintos sino también las que se proponen por dirigentes del mismo partido. Es lógico que exista una sensación de caos, porque el debate en estos momentos iniciales está siendo caótico.

Esto tenía que pasar y es bueno que esté pasando. Durante los ocho años del Gobierno de José María Aznar el debate sobre la articulación territorial de España ha estado literalmente prohibido. Cualquier propuesta que se avanzara en ese terreno era tachada automáticamente de anticonstitucional y era, en consecuencia, anatematizada. Para el Gobierno y el PP el tema fue resuelto en 1978 y ya no se podía volver a hablar del mismo. Ni se podía hablar de la reforma del Senado, ni de la incidencia de la construcción de la Unión Europea en la distribución de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas, ni de la eventual creación de una Conferencia de Presidentes de las comunidades autónomas, ni de nada. Una vez que se levantó el tapón que el Gobierno del PP representaba para el debate territorial, es normal que el agua brotara en todas las direcciones.

Hay menos dramatismo en el debate territorial hoy del que había antes del 14 de marzo

El debate se está haciendo sin ningún dramatismo. En la pasada legislatura vivimos agobiados porque el Plan Ibarretxe iba a cargarse la unidad de España o porque Carod-Rovira representaba no sé qué peligro para la convivencia pacífica entre los españoles. El lehendakari no ha retirado su plan y, sin embargo, ha sido recibido en La Moncloa, con la ikurriña junto a la bandera española, pero sin que eso signifique que haya la más mínima posibilidad de que dicho plan vaya a ser aprobado. Carod-Rovira sigue haciendo las fintas políticas que le han caracterizado desde siempre, sin que en ningún caso sus andanzas se conviertan en noticias de apertura de los telediarios o de primeras páginas de los periódicos. Hay menos dramatismo en el debate territorial hoy del que había antes del 14 de marzo, a pesar de que todo el mundo está diciendo lo que le parece. O a lo mejor hay menos dramatismo porque todo el mundo está diciendo lo que le parece.

Esta explosión de opiniones tendrá que ordenarse. Y se ordenará, porque el debate no se produce en el vacío. Tenemos un marco territorial jurídicamente ordenado a través de la Constitución y los estatutos de autonomía y únicamente lo que se tramite como reforma de la Constitución y como reforma de los estatutos de autonomía podrá imponerse. Y los procedimientos de reforma de la Constitución y de los estatutos de autonomía son los que son. Hará falta una mayoría de tres quintos en las Cortes Generales y en los Parlamentos de las comunidades autónomas para que una propuesta de reforma territorial pueda ser aprobada. En consecuencia, únicamente aquellas opiniones que tengan la capacidad de persuasión suficiente como para que puedan alcanzar esa mayoría cualificada acabarán siendo debatidas en los Parlamentos autonómicos o en las Cortes Generales.

El problema más agudo es el que se plantea en el País Vasco, porque en el Estatuto de Gernika se exige para su reforma únicamente la mayoría absoluta y no la mayoría de tres quintos. Ello haría posible que el Plan Ibarretxe fuera aprobado, contando en todo caso con los votos de Batasuna, por la mayoría nacionalista exclusivamente. Esta exigencia de mayoría absoluta y no de mayoría de tres quintos es el punto fuerte y el punto débil del Plan Ibarretxe. El punto fuerte porque le permite evitar el bloqueo del plan en el Parlamento vasco por el PSOE y el PP. El punto débil, porque le resta valor al argumento de que el Gobierno de la nación debe aceptar lo que haya sido aprobado en el Parlamento vasco de la misma manera que ha dicho que está dispuesto a aceptar lo que venga del Parlamento catalán. La diferencia es que el estatuto catalán exige una mayoría de dos tercios, no tres quintos, para su reforma y, en consecuencia, cualquier propuesta de reforma que llegue a las Cortes Generales para su aprobación tendrá que venir avalada por la inmensa mayoría del Parlamento, mientras que la del estatuto vasco se podrá alcanzar sin consenso entre la mayoría y la minoría. La falta de legitimidad del Gobierno vasco para exigir lo que exige salta a la vista.

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El debate está siendo caótico en este momento porque todavía no estamos en la fase de redacción de propuestas articuladas de reforma, ni de la Constitución ni de los estatutos. En este momento caben hasta las fantasías. Cuando llegue la hora de la verdad, serán muy pocas las propuestas que acaben siendo objeto de debate en las Cortes Generales y en los Parlamentos autonómicos.

En todo caso, el camino es el que se ha puesto en marcha esta semana con la entrevista entre el presidente de la Junta y Javier Arenas. Esa entrevista, a la luz de las declaraciones que se han hecho tras su celebración, tiene mucha más importancia de cara a la posible reforma de nuestra constitución territorial que las declaraciones de Rodríguez Ibarra que han hecho correr ríos de tinta y de imágenes esta semana. La incorporación del PP al debate de la reforma del estatuto andaluz es mucho más noticia que el exabrupto del presidente extremeño. De la primera puede acabar saliendo algo y cabe esperar que acabe saliendo algo positivo. El segundo es la expresión de la pura esterilidad.

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