El ombligo del mundo
Cuando el califa Al Mansur, fundador del imperio abasí, decidió construir su capital en Bagdad, diseñó la planta de la ciudad en forma redonda, a fin de que los barrios fueran equidistantes del centro, donde se instalaría el palacio del gobierno. Esa decisión tenía que ver con la concepción horizontal del poder en el islam, frente a la imagen piramidal del mismo en los reinos cristianos. (1) El Dios de Israel es, entre otras muchas cosas, un ojo que todo lo mira en medio de un triángulo equilátero. Para las teocracias occidentales el poder descendía directamente de arriba abajo, de modo que hasta el propio Franco decidió denominarse Caudillo por la Gracia de Dios; las revoluciones democráticas depositaron la soberanía en los ciudadanos, en una inversión radical de la naturaleza del antiguo régimen. En la tradición islámica no hay un Papa, ni una Iglesia, ni una organización religiosa que institucionalice el poder de los califas, que se transmite de forma horizontal, de adentro hacia fuera. En el mundo clásico musulmán, si se quería disfrutar de alguna influencia, no se trataba tanto de escalar puestos en una jerarquía inexistente, como de avecinarse lo más posible a la sede de los poderosos. Para favorecer la igualdad de oportunidades, o al menos la equidistancia de situaciones, Al Mansur se aposentó en el downtown de Bagdad que, a su vez, estaba en medio de Irak, país que constituía, por lo demás, el centro del mundo: su ombligo. Esta pretensión de erigirse en centro de la humanidad, y hasta del universo, ha acompañado las ensoñaciones de los gobernantes en todo tiempo y lugar. China era el Imperio del Centro por excelencia, y los romanos construyeron su hegemonía en torno al Mediterráneo concebido como un lago interior que unificaba las culturas de las dos orillas. El historiador francés Henri Pirenne, en su obra póstuma sobre Mahoma y Carlomagno, se encargó de demostrar hasta qué punto cambió la historia cuando, tras las invasiones árabes de la Europa merovingia, el Mare Nostrum se convirtió en frontera de civilizaciones, después de haber sido durante siglos nexo de unión. Como en el bolero, han pasado más de mil años desde entonces, tiempos en los que la humanidad ha realizado considerables progresos, pero en punto a aquella ruptura no parece que las cosas hayan evolucionado mucho. Hoy, como ayer, Bagdad sigue siendo el ombligo del mundo, pero el Mediterráneo se ha convertido en un abismo cultural y político, desafiado a diario por los desheredados que buscan en la Europa del desarrollo su esperanza de futuro. Hay un sueño europeo para los árabes y musulmanes que vuelven a invadirnos, ahora pacíficamente, como había un sueño americano para los herederos del Mayflower y para los espaldas mojadas que emprenden su particular reconquista del México arrebatado por los gringos en el siglo XIX. Pero, a diferencia de los americanos, este sueño no es vivido por quienes lo hemos hecho posible en nuestro continente ni con el optimismo ni con la fe con que lo contemplan los cientos de miles de inmigrantes que desembarcan, como pueden, en nuestras playas y aeropuertos.
Se cumplen hoy tres años del derribo de las Torres Gemelas de Nueva York, un episodio brutal y macabro, una matanza terrorista de tamaño descomunal que, dígase lo que se diga, ha generado en Occidente una insidiosa sospecha respecto a las culturas islámicas. El mundo es más inseguro, más odioso y más peligroso desde entonces. Actos terroristas como el de Beslán ponen de relieve que el uso de la violencia indiscriminada en defensa de los intereses o ideales políticos, la alianza de los antiguos guerrilleros con la delincuencia común y la barbarie generalizada, no conoce ya límites. Desde luego es preciso defenderse de la agresión, pero, en nombre de la lucha contra el terror, se multiplican las guerras, se consolida la apelación a la fuerza como forma de dirimir diferendos y se instauran políticas de miedo y represión que parecían periclitadas. Decenas de miles de iraquíes han muerto desde la invasión del país por tropas angloamericanas, sin que ninguna de las promesas que hizo la Casa Blanca -coreada por los hooligans de La Moncloa de entonces- se haya cumplido. No se encontraron armas de destrucción masiva; no se ha democratizado la región; no ha mejorado -antes, al contrario- el conflicto entre Israel y Palestina; no se ha incrementado la producción de petróleo y sí en cambio, de forma estrepitosa, su precio. Por si fuera poco, se han debilitado la unidad europea y la alianza atlántica; ha aumentado la inseguridad en las naciones occidentales; se han multiplicado las acciones terroristas; desciende la confianza de las poblaciones en la clase política, a la que contemplan instalada sobre la mentira; se ha perjudicado el prestigio de Estados Unidos como primera democracia mundial; se han destruido la unidad y la estabilidad de Irak; se ha paralizado el incipiente proceso liberalizador que existía en Irán; y crece entre los islamistas el número de jóvenes fanáticos dispuestos a inmolarse, con tal de llevarse por delante, al tiempo, a un par de decenas de ciudadanos inocentes, calificados por ellos de infieles. Hasta el punto de que criminales sin escrúpulos, con Bin Laden a la cabeza, se convierten en modelos sociales y en líderes a imitar para amplios sectores de la población musulmana. Éste es el balance conseguido tras la gestión de los dirigentes reunidos hace año y pico en las Azores, con la impagable colaboración de los fanáticos de todas las especies.
¿Conflicto de civilizaciones? La pregunta aflora en millones de bocas, desde que la explicitara Samuel Huntington, un profesor de Harvard que apenas puede ocultar sus veleidades racistas bajo la brillantez de su pluma. ¿Guerras de religión? Después de los atentados del 11-S, George W. Bush lanzó una cruzada contra el imperio del mal, invocando la protección de Dios para América. Sus plegarias iban dirigidas al mismo ser supremo en cuyo nombre los pilotos suicidas habían lanzado sus aviones contra los rascacielos de Nueva York y el Pentágono. La guerra santa, por desgracia, no ha sido ni es la exclusiva de ninguna religión, como la guerra a secas no es un método reservado en particular a ningún régimen. Una Europa en la que viven cerca de veinte millones de musulmanes, con todos los derechos y obligaciones de los ciudadanos de las democracias, debería ser, por eso, más activa en la resolución de los conflictos en la otra orilla del Mediterráneo. El terrorismo internacional es un enemigo común de nuestras sociedades, pero ni el pánico colectivo ni el sentimiento de inseguridad deben empujarnos a convertir nuestras instituciones políticas en máquinas de matar. Es preciso recuperar el espíritu de la Ilustración, si creemos que ésta aportó algo positivo al desarrollo de la libertad y la convivencia pacífica entre los ciudadanos. El islam acoge a cientos de millones de creyentes. Unos cuantos miles son fanáticos asesinos y terroristas, y unas cuantas docenas son autócratas, tiranos y criminales -aun si colaboran con Occidente y nuestros gobernantes deciden que la justicia internacional no está pensada para ellos-. Fanáticos, asesinos, tiranos y criminales los hay, no obstante, entre los fieles y dirigentes de todas las creencias.
El supuesto conflicto de civilizaciones es en realidad un conflicto de poderes en el que mucho tiene que ver el control de las fuentes de energía. Los principales productores de petróleo (Oriente Cercano, Rusia y África Occidental) se encuentran distantes de los mayores consumidores (Estados Unidos, Unión Europea, Japón, y ahora... China). El oro líquido genera riquezas inconmensurables que no siempre son utilizadas para el desarrollo y el bienestar de los ciudadanos de los países que lo producen. La manipulación interesada de los sentimientos religiosos y patrióticos, por parte de las minorías violentas que aspiran al control del poder, ha desembocado en una oleada asesina de terrorismo indiscriminado, creando una situación de inseguridad y miedo entre las poblaciones. Frente a las nuevas amenazas que se yerguen contra la paz, los gobernantes de las democracias se debaten entre la perplejidad y una ciega brutalidad represiva que, lejos de solucionar el problema, ha contribuido a magnificarlo y esparcirlo. Naturalmente que es preciso el uso de la fuerza en la respuesta a las agresiones criminales. Pero la instauración del principio de la guerra preventiva como doctrina comúnmente aceptada por los gobiernos de los países que se sienten amenazados terminará dando al traste con los esfuerzos por construir una convivencia internacional basada en el respeto a la ley y el funcionamiento de las instituciones. En el aniversario de la destrucción de las Torres Gemelas, seis meses después de la terrible matanza de Atocha y el Pozo, apenas días más tarde de la villanía cometida en Osetia, es preciso reivindicar los principios que hicieron posible el alumbrar de las democracias: el triunfo de la razón frente al reinado del odio. Una declaración así implica la rectificación de muchas de las políticas adoptadas como consecuencia del 11 de septiembre. La guerra preventiva no es sino una versión eufemística de la ley de la selva. Ya hemos visto para lo que sirve, incluso si se desata en pleno ombligo del mundo.
(1) Son reveladores a este respecto los comentarios de Bernard Lewis en su libro El lenguaje político del islam (Taurus, 1990 y 2004).
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