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Aproximaciones
Columna
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No-ficción

José Luis Pardo

HAY UN creciente descrédito de la ficción. Las grandes plumas se pasan poco a poco a la biografía, a las memorias, al documental, el reportaje o la historia "basada en hechos reales". La presión de la demanda de realidad era ya sensible antes del 11-S, pero a partir de entonces no ha hecho más que aumentar. Ésta es una situación que -como el pleno empleo, cuya llegada se anuncia de un día para otro- es propia de las épocas de guerra: en ellas, los servicios de (ojo a la terminología) inteligencia e información contaminan de tal modo las "noticias" que se teme que, aún con mayor motivo, las ficciones que se divulgan sean pura propaganda. La corrección política, que se va imponiendo como código hegemónico de lectura "crítica", es otro síntoma de lo mismo: tomamos las ficciones como posibles astucias del enemigo para infiltrar su pérfido mensaje y les imponemos la misma censura previa que, durante los conflictos armados, tutela el contenido de los espectáculos para evitar que minen la moral de victoria de la población movilizada. Es posible que los escritores tengan alguna responsabilidad en este estado de cosas: algunos de ellos han insistido tanto en la presencia de su ego en sus fábulas que han contribuido a que el público haya perdido casi por completo una distinción que no hace mucho era obvia -la que diferencia al autor de su editor, y al escritor de sus personajes-, de manera que hoy no es raro que se pretenda hacer a un autor o a sus editores responsables, incluso penalmente, de las palabras, acciones y omisiones de sus criaturas narrativas. Evidentemente, el gusto por la ficción no puede sobrevivir fácilmente a estas condiciones de lectura.

Lo malo del caso es que una sociedad que pierde el gusto por la ficción pierde también el gusto por la realidad (pues los dos no constituyen más que un solo y el mismo sentido). Así como se han ido tornando insoportables las ficciones que no contribuyen a elevar la moral de las tropas lectoras, es decir, las simples ficciones, así también los simples hechos se han vuelto, además de raros, indigestos, y han de ser servidos en el higiénico y tranquilizador envoltorio de la opinión, precocinada por esos líderes de la misma que en Italia se llaman tuttologos (sabelotodo) y aquí tertulianos, y que forman la nueva clase intelectual emergente de los servicios de inteligencia crítica. Al margen de la valía de las personas que la realizan, esta nueva función convierte la realidad en un espectáculo edificante o a veces simplemente ameno, mediante una técnica que tan sólo en sus contenidos difiere de la de los habitualmente denostados reality shows o programas-basura, y que de nuevo se basa en la preponderancia del ego opinante sobre el hecho opinable. Pues así como hay empleos-basura (cuya proliferación es lo único que crea la ilusión de pleno empleo) y guerras-basura (ejemplos sobran), hay también inteligencia-basura e información-basura (la que no es más que publicidad, opinión o propaganda) y ficción-basura (la que únicamente contiene corrección política). La coalescencia de estas dos últimas, además de una gran confusión en el "mundo de las letras", genera un resultado social explosivo: a la progresiva incapacidad de distinguir entre realidad y ficción se suma la de hacerlo entre verdad y opinión. Porque esta incapacidad es característica de los menores de edad. Y aunque el caso de los niños (que toman la ficción por verdad) no sea igual que el de los adolescentes (que la toman por falsa), ambos difieren del adulto, que es quien, justamente por tener sentido de la realidad, tiene también sentido de la ficción, y no la confunde con la verdad ni con la falsedad. De modo que, paradójicamente, la creciente demanda de realidad puede perfectamente ser un síntoma de un descrédito de ella por lo menos comparable a la decadencia de la ficción.

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