Un yanqui en la corte de Eurolandia
Jeremy Rifkin se hizo famoso en Europa tras el boom de su panfleto El fin del trabajo (Paidós, 1996), convertido en biblia del incipiente movimiento antiglobalización. Para entonces, este economista formado en la universidad de Pensilvania ya había publicado una docena de libros de tema laboral y ecológico. Pero en 1995 se encaramó a la ola pos-pos (posmoderna, posindustrial, poscomunista, etcétera), sumándose a la estela de El fin de la historia de Fukuyama sólo que invirtiendo su sentido ideológico. Donde los neoliberales cantaban el glorioso triunfo de la democracia de mercado, Rifkin profetizó el advenimiento de la era del desempleo universal, provocado por el impacto de las nuevas tecnologías de la información. Lo cual supuso, desde el punto de vista prospectivo, un error colosal, pues en Norteamérica estaba pasando justamente lo contrario: gracias a la burbuja tecnológica, los Estados Unidos de Clinton creaban a todo trapo millones de puestos de trabajo. Pero en la esclerotizada Europa no sucedía así, pues todavía padecíamos la resaca de la recesión de 1992. Así que muchos europeos, por puro resentimiento, creyeron a pies juntillas en el apocalipsis laboral de Rifkin, elevado a los altares como nuevo gurú del progresismo antiglobalización. Y cuando luego se demostró su error de cálculo ya era demasiado tarde, pues nuestro autor se las había arreglado para hacerse en Europa un lugar bajo el sol, y ello no sólo como agitador de los círculos intelectuales sino también como consultor indispensable de los tecnócratas de Bruselas.
EL SUEÑO EUROPEO
Jeremy Rifkin
Traducción de Ramon Vilà, Tomás Fernández Aúz y
Beatriz Eguibar
Paidós. Barcelona, 2004
525 páginas. 25 euros
Pero aunque se equivoque de medio a medio en sus pronósticos (como parece que ha vuelto a suceder con su última profecía: La economía del hidrógeno, Paidós, 2002), Rifkin tampoco es tonto, así que su olfato le movió a rectificar su gazapo laboral. Cinco años después publicó La era del acceso: la revolución de la nueva economía (Paidós, 2002), que aunque no lo reconociese venía a proponer exactamente lo contrario que su anterior panfleto, sumándose a la moda apologética de la sociedad-red. Según su panegírico, las nuevas tecnologías digitales resultaban revolucionarias, encaminando a la humanidad hacia su próxima salvación. Pero como si estuviera gafado, lo publicó originalmente en el mismo año (2000) en que la burbuja tecnológica estallaba como un globo, desinflando tan delirantes expectativas.
Pese a ello, Rifkin insiste ahora en retomar su utopía de la sociedad-red. Pero con gran astucia, lo hace aplicando su invento al foso trasatlántico que se ha abierto entre Europa y Estados Unidos a resultas de la guerra de Irak. Los europeos nos negamos a compartir la abusiva reacción que Washington arbitró en respuesta al 11-S. Y a su vez, los estadounidenses se envuelven en el olímpico aislamiento que les garantiza su hegemonía bélica, rechazando airados la incomprensión europea. Por eso los neocons caricaturizan a los ciudadanos del Viejo Mundo como blandos pacifistas posmodernos (gente de Venus que ama a Kant), mientras ellos, ciudadanos del Nuevo Mundo, continúan siendo los únicos héroes modernos (gente de Marte que ama a Hobbes), dispuestos a sacrificarse en solitario contra las fuerzas del mal.
Pues bien, Rifkin tercia en esta polémica de un modo harto discutible pero muy curioso. Acepta esta misma caricatura de la heroica América frente a la cobarde Europa, pero lo hace invirtiendo sutilmente los términos. Frente a los neocons, para nuestro autor el Viejo Mundo es América (o sea Estados Unidos) y el Nuevo Mundo es la flamante Unión Europea. Norteamérica es un viejo mundo caduco porque permanece cautiva del sueño americano que se construyó en el siglo XVIII: un modelo de sociedad basado en el individualismo posesivo y el mercado de propiedad privada, que ya no sirve para la nueva era del acceso que Rifkin pronostica como panacea del progreso. Y en cambio la Unión Europea es un nuevo mundo posible (una nueva Ilustración) porque alumbra un inédito sueño europeo perfectamente adecuado para que emerja esa futura era del acceso.
El turista político que es Rifkin pinta Europa como el paraíso de la confianza pública y el capital social, donde coexisten el cosmopolitismo del gótico y el comunitarismo localista. De ahí que haya superado el Estado-nación en beneficio de un neofeudalismo transfronterizo donde el mercado de propiedad privada ha sido sustituido por la pertenencia a redes cívicas de propiedad compartida y el individualismo excluyente ha dado paso a una ética participativa de empatía global, responsabilidad ecológica y derechos universales (incluidos los derechos de los inmigrantes y de los animales). Ahora bien, este paraíso color de rosa recuerda mucho más a un parque temático tipo Disneylandia que a la rancia Europa de carne y hueso. Y por muy ingenuo que se haga el yanqui Rifkin, no es posible que haya podido confundir nuestra realidad con su sueño infantil. Por eso es de sospechar que tanto halago europeísta se debe a puro interés mercantil, escribiendo como parece sólo para lectores proeuropeos.
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