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Análisis:A Pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Las máscaras del instinto

Marcos Ordóñez

Uno. Medida por medida: ¡Esto sí que es nihilismo del bueno, furioso y profundo, y no tanta pantomima posmoderna cocinada por babyboomers! Fue el adiós de Shakespeare a la comedia alla'antica: un paso más allá de Troilo y Crésida, una primera cala en el abismo concéntrico de Otelo. El encanallado Lucio es un primo hermano de Tersites, el Duque es un aprendiz de Yago. Para Dover Wilson, Medida era el equivalente jacobino de Contrapunto de Huxley por "la determinación salvaje de arrancar todos los velos de la realidad y mostrarla en su absoluta crudeza; por su cinismo en la presentación de un mundo irremediablemente corrompido y abandonado al mal". Medida es una comedia negra sobre el instinto y sus máscaras, sobre la fragilidad de los juicios morales. Estamos en la Viena renacentista. El Duque Vincentio deja el poder en manos del puritano Angelo para que haga cumplir una ley que castiga el sexo libre con la pena capital, y luego recorre la ciudad disfrazado de fraile. El texto bíblico al que alude el título culmina en una sentencia perentoria: "No juzgues y no serás juzgado". Los representantes de la moral (Angelo, el Duque, la novicia Isabella) no tardarán en verse confrontados por la verdadera vida y sufrir su desbordamiento: de lujuria en Angelo, que acosa a Isabella a cambio de la ejecución de Claudio; de inflexibilidad en la muchacha, que antepone el honor a la vida de su hermano; de malevolencia sádica en el Duque, que juega con sus súbditos como algunos nobles de la época jugaban al ajedrez con piezas humanas. Las palabras (los pomposos discursos, las declaraciones oficiales) dicen una cosa, y los cuerpos otra muy distinta. El Duque miente en todos sus parlamentos. Angelo miente cuando promete salvar a Claudio. Isabella miente cuando promete acostarse con Angelo. Brook, siempre sabio, vio a Vincentio "no como un duque que se disfraza de fraile sino como un fraile que se disfraza de duque". El hábito no hace al monje: lo revela. Todas las simpatías de Shakespeare están, una vez más, con "los de abajo": Escalo, un viejo tan honesto como inoperante; Lucio, un gran "contradictorio" a la manera brechtiana, un macarra que miente a borbotones pero no engaña a nadie, y sobre todo, el gran Bernardino, un condenado a muerte perpetuamente borracho, que, invulnerable a cualquier opresión del orden, se niega a una ejecución formal y a escuchar una sola palabra de las monsergas redentoristas del Duque. Lucio y Bernardino, dos anarquistas con la mentira y el silencio como únicas armas para batir un universo caótico, son los verdaderos héroes de Medida por medida.

Dos. Théâtre de Complicité, siempre a las órdenes de Simon McBurney, ha presentado en el Olivier el mejor montaje de Measure for Measure que he visto en mi vida. Un espectáculo que quizá presenta sus cartas demasiado pronto (nunca el Duque ha sido más siniestro ni Angelo más detestable), con alguna que otra obviedad innecesaria (la fugaz aparición del rostro de Bush en una pantalla, los presos vestidos con los monos naranja de Guantánamo), pero que funciona como una turbina a toda mecha. La puesta en escena tiene la esencialidad del mejor cine negro: seca, concisa, veloz y sin malgastar un plano. McBurney parece haberse dado un atracón de Fritz Lang: la atmósfera de absoluta condenación de Los sobornados cruzada con la ominosa omnisciencia de Mabuse. Cuatro monitores maravillosamente utilizados, uno en cada extremo del escenario desnudo, crean escenografías instantáneas (las velas del convento de Isabella, los relámpagos porno del mundo de Pompeyo y Lucio) y, en encuadres cenitales, se convierten en los ojos del Duque, el gran controlador. Hay un impresionante trabajo de luz y sonido, que recuerda a las atmósferas de Lynch con un toque de Bernard Herrmann. El ritmo es velocísimo pero sin confusión. Antes de que acabe una escena ya está entrando otra, como los cangilones de una noria. El gran acierto de la dirección es primar la coralidad y crear esa sensación de tiempo acuciante, de amenaza trágica. La función, que dura dos horas y veinte sin intermedio, se mueve como una máquina fatal, regida por el reloj que marca el deadline de la ejecución de Claudio. Nunca había sentido, como en este espectáculo, que la función transcurre en una sola noche, ni percibido tan claramente la maestría de Shakespeare para el montaje en stacatto, ni observado que en Medida no hay "protagonistas". La cámara pasa de unos a otros, los dibuja, los atrapa, plantea los conflictos, y salta enseguida a la siguiente escena enlazando a los danzantes en una telaraña nocturna, una zarabanda vienesa de sexo y muerte que anticipa, entre mil otras cosas, la Ronda de Schnitzler. La culminación del montaje es la gran secuencia de la cárcel, con las pantallas mostrando un laberinto de pasillos y celdas en blanco y negro, con las acciones continuamente orquestadas por una sinfonía de puertas metálicas que se abren y se cierran. Los actores, como siempre en Complicité, son caballos de carreras. David Troughton interpreta al Duque como un creyente fanático, un demente convencido de poseer la verdad: un bicho peligrosísimo. Toby Jones es un Lucio como un algodón de molotov empapado en la comicidad sulfúrica de Rick Mayall. Angelo (Paul Rhys) e Isabella (Naomi Frederick) galopan con el mismo voltaje, sacudidos por el mutuo descubrimiento de sus pasiones ocultas. Rhys cuida hasta el menor detalle (la forma de limpiar su vaso de agua con un pañuelo antes de beberlo) y Naomi Frederick es consciente de que ha de convertirse en el gran catalizador de los deseos ocultos. No es tarea fácil mostrar al mismo tiempo su capacidad de seducir a Angelo y al Duque, y el descubrimiento turbador de esa capacidad: enormísima actriz. En definitiva, Simon McBurney logra lo que parecía buscar Shakespeare: dejarnos sin aliento y sin respuestas, como si, en palabras de Bloom, quisiera "acabar con la comedia misma, propulsándola más allá de todo límite imaginable".

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