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Romper el silencio

No voy a recurrir una vez más a la argumentación de las cifras sobre la realidad migratoria para manifestar lo mucho que la sociedad catalana ha cambiado en muy pocos años. Hay que saber, en cualquier caso, que no somos distintos a países de nuestro entorno y debemos ser muy prudentes para no alimentar una falsa y peligrosa imagen ante la opinión pública como si sólo nuestro país fuera el objetivo último de los movimientos migratorios actuales.

En demasiadas ocasiones hablar sobre la inmigración se ha reducido a hablar de cifras. No cuestiono que se tenga que hablar de cifras, entre otros motivos para no esconder la realidad a los ojos de los ciudadanos y para evitar que la percepción social sobre esta cuestión se distancie aún más de lo que es la realidad. Lo que hay que combatir es que las cifras sirvan para no hablar de otras cosas. Sabemos que el número de inmigrantes es ya de un porcentaje cercano al 10% y que demasiados de los centenares de miles de extranjeros -en verdad uno ya seria demasiado- se encuentran en una situación de irregularidad administrativa. La realidad ya la conocemos. Por más cifras y datos que se aporten día sí día también sobre el número de pateras, el número de inmigrantes, el número de irregulares y el número de expedientes, las tendencias generales en las cuales desde hace tres o cuatro años estamos inmersos no se van a ver modificadas. A partir de ahí, ¿cuando vamos a ocuparnos de las cuestiones realmente relevantes?

No nos escudemos más en la contundencia de las cifras para justificar los pocos aciertos que, en esta materia y colectivamente, hemos tenido. Es hora de que dejemos de escondernos detrás de los números y de que nos pongamos a trabajar en propuestas que ayuden a dirigir y garantizar el acomodo de la inmigración a nuestra sociedad de acuerdo con lo que es nuestra realidad. Y es en este punto donde más estamos fallando. Cataluña no dispone de un modelo sobre el cual orientar la política migratoria, con lo cual es imposible saber hacia dónde avanzamos ni si el camino que estamos recorriendo en esta cuestión es el acertado. Es cierto que las competencias de la Generalitat sobre esta cuestión son escasas, pero no es menos cierto que a pesar de ello el Gobierno catalán podría haber desarrollado unas orientaciones precisas que permitieran a los diversos departamentos, a los municipios del país y a la sociedad saber qué camino hay que seguir en el trabajo cotidiano.

El actual Gobierno de Maragall no tiene aún una gran responsabilidad en la cuestión dado que no hace ni nueve meses que tomó posesión del cargo. Otra cuestión es la responsabilidad que se puede atribuir al anterior Gobierno, ya que fue incapaz durante 15 de sus 23 años de mandato de poner a debate, consensuar y proyectar un modelo catalán de acogida y convivencia, algo parecido a una carta de derechos y obligaciones sobre la cual articular la acción política y sumar a ella a los actores sociales más destacados. Afirmar que hemos perdido 15 años no es ninguna exageración. A mediados de la década de 1980 la inmigración empezó a tomar cuerpo con cierta fuerza en varios de nuestros pueblos y ciudades, no fue sin embargo, y si la memoria no me falla, hasta el año 1998 cuando se creó la Secretaría para la Inmigración, y aún es hora de saber cuál es el horizonte que deseamos alcanzar y a la vez qué ofrecemos y exigimos a los nuevos vecinos recientemente llegados a Cataluña. Pero esta urgencia no se debe confundir con el falso y peligroso debate sobre el mestizaje. La amenaza, si existe, para la identidad nacional catalana y la cohesión social llegará de la situación opuesta al mestizaje. La multiculturalidad, como expresión de un mosaico de grupos culturales y étnicos compartimentados, es nacional y socialmente mucho más peligrosa que la sociedad mezcla. En cualquier caso el debate sobre la inmigración debe apelar a la razón y no a los sentimientos, instintos y pasiones, y empezar alertando sobre este tipo de riesgos no es la mejor manera de abordar desde la razón esta cuestión, entre otros motivos porque aporta muy poco, demasiado poco, al debate que reclamo para tratarse de palabras de Pujol.

Demasiadas personas con responsabilidades públicas habían asumido que sobre esta cuestión era mejor hablar lo mínimo posible y, lo que es peor, hacer también lo mínimo, como si esa actitud permitiera pensar que la realidad migratoria no existía. Si las palabras sobre esta cuestión cuando llegan no mejoran el silencio, a pesar de lo nocivo que el silencio es en esta cuestión, probablemente es mejor seguir en el silencio.

Sólo algunos alcaldes tuvieron el coraje político hace años de asumir sin ambigüedades el reto de la inmigración, romper el silencio y poner manos a la obra. Vic, Manlleu, Mataró y Santa Coloma pueden ser buenos ejemplos. Probablemente en el inicio su trabajo fue más voluntarista que profesional, pero gracias a ellos hoy disponemos en Cataluña de experiencias valiosísimas sobre las cuales reflexionar, extrapolar y proyectar el futuro. Sigamos su ejemplo y rompamos razonadamente el silencio.

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Jordi Sànchez, profesor de Ciencia Política de la UB.

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