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Kulturkampf

Después de algunas semanas vacacionales dedicadas a la higiene mental -no leer periódicos, ni escuchar la radio, ni ver informativos en televisión- el regreso a las ocupaciones habituales volvió a ponerme en contacto con los medios de comunicación. Y ese reencuentro me despertó un conjunto de interrogantes y reflexiones sobre la cultura política española y sobre la cultura en general, con el miedo a reafirmarme en el convencimiento de los estragos que está causando, dicho con todo el respeto debido a la excepción cultural española, el posmodernismo global (muy estadounidense, por cierto). Leí con atención el artículo de Peces-Barba clarificando su posición sobre el peso debido e indebido de la Iglesia católica en la sociedad y en la política españolas, y sobre la presencia de la religión en general en las sociedades modernas. Me tranquilizó comprobar que no defiende un anticlericalismo a ultranza, sino que pretende reforzar el valor del Estado laico, aconfesional, sin el cual la democracia pierde su elemento central estructurador.

Siendo necesario subrayar ese valor central de nuestra cultura democrática, y más en los tiempos que corren, de ello no se deriva necesariamente que la Iglesia católica no pueda manifestarse públicamente contra el derecho al matrimonio de los homosexuales por ejemplo, siempre que no ponga en duda la legitimidad democrática de un Legislativo que mayoritariamente decida lo contrario. Pues el garantismo en la interpretación y aplicación de la Constitución no está sometido a la creencia en el derecho natural, y menos al dogma de que el magisterio de la Iglesia católica es la única intérprete legítima de ese derecho natural; ni en los temas de regulación de las relaciones sexuales, ni tampoco en la fijación y definición de los derechos colectivos de los pueblos. Ahí radica el fondo del problema en la relación de la Iglesia católica con las sociedades modernas democráticas: en su creencia de ser la gestora exclusiva del derecho natural por encima de todas las legitimidades democráticas, y en la idea de un Dios todopoderoso y absoluto que sostiene ese dogma. De ese asunto central la revolución del Vaticano II pasó de largo, lo que ha permitido que Juan Pablo II pudiera poner en marcha con tanta facilidad su "contrarrevolución", al no enfrentar el problema de fondo: cómo creer en y predicar un Dios débil, como se pregunta y analiza, por ejemplo, el filósofo judío Hans Jonas ("¿Es posible creer en Dios después de Auschwitz?").

Muy provechosas me resultaron también las reflexiones sobre la democracia deliberativa, de Adela Cortina. Me trajeron a la memoria mis tiempos, ya muy lejanos, de estudiante en Alemania, siguiendo ávidamente el debate sobre el decisionismo en política, debate en el que participaban Habermas, Gadamer, Lübbe y otros. Compartiendo todos los argumentos contra el decisionismo radical de Carl Schmitt, fui aprendiendo a apreciar los argumentos que matizaban la exigencia del debate infinito como único fundamento de la legitimidad de las leyes. Y no precisamente, o no únicamente, por el argumento del tiempo, sino por el que analiza que una ley argumentada ad infinitum no sólo sería de obligado cumplimiento, sino que proclamaría la verdad y la justicia, sin que las conciencias individuales pudieran no aceptarla. De esta forma se coartaría la libertad ciudadana, la libertad de conciencia y de opinión, también y precisamente ante las leyes legítimas de obligado cumplimiento, lo que implica que la deliberación no es ni puede ser la única fuente de legitimidad democrática.

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Dando mentalmente vueltas a estas ideas y a las dificultades que tiene la cultura moderna para definirse a sí misma desde sí misma, una vez que ha renunciado, por definición, a estar constituida desde alguna instancia exterior a sí misma -Dios, la naturaleza, la ley natural, todas las metafísicas- y su alternativa, la "razón natural", ha entrado en un proceso de dislocaciones y contradicciones, me encuentro con la noticia de que el Gobierno va a desarrollar un programa legislativo con leyes laicas, progresistas, luchando contra el espíritu carca.

Y pienso para mis adentros: ahí está la solución. Si la falta de un elemento externo a la cultura moderna que la constituya la coloca en situación de Sísifo o del barón de Münchhausen tratando de no hundirse en las arenas movedizas tirándose de la coleta, con la amenaza del relativismo siempre presente en el horizonte, es preciso trazar una línea que propicie la orientación como sea, en algún sitio, en la mitad del desierto, en medio del caos. Hay que encontrar algo que permita volver a poder decir: aquí-allí, arriba-abajo, derecha-izquierda, antes-después, bueno-malo, verdad-error.

Estamos salvados. No importa el desierto mental, la falta de un mapa cognitivo. No interesa saber cuáles son sus raíces, ni sus consecuencias en la vida diaria, en la formación -o deformación- de la mente de las personas, en las estructuras culturales previas a lo que normalmente llamamos cultura. Todo eso no importa porque somos capaces, o hay alguien capaz, de trazar una línea en el vacío que nos permita clasificar el mundo -como decía Levy-Strauss, éste es el rendimiento fundamental de la inteligencia humana desde los tiempos del pensamiento salvaje-.

Unos trazarán la línea agarrándose a un punto único: la ecología, la lucha contra el aborto, contra los alimentos transgénicos; otros predicando la batalla definitiva, a nivel global, entre el bien y el mal. Y otros reinventando el Kulturkampf, la lucha cultural, en sustitución de la, al parecer, transnochada lucha de clases: progresismo contra (c)arcaísmo. La cuestión es aparentar, dar la sensación de que no estamos tan perdidos, que hay alguien que ha encontrado, en el caos de la desorientación cognitiva, el camino del tesoro más preciado: creer que sabemos dónde estamos, aunque en realidad no tengamos ni la más remota idea.

En ésas estaba cuando topé con un artículo de la serie titulada "Pie de foto". Aparte de casi conseguir su autor un imposible en otro anterior, hacer que Ángel Acebes resulte algo simpático, en éste me sobresalta con un párrafo de trazado muy grueso y con graves reminiscencias históricas: "Verdaderamente, continúa habiendo dos Españas. Una es la España satinada, sutil, sedosa, limpia y optimista de las ocho ministras que posaban de forma absolutamente discreta (no se dejen engañar, vean el reportaje) para Vogue, y otra es la España casposa, cutre, maloliente, meapilas, inculta, tétrica, antigua y funeraria que representa este individuo. ¿Cuál de ellas le hiela a usted el corazón?". El individuo es Mariano Rajoy y la línea que se traza aquí está transida por todo el vacío y la desorientación de la cultura postmodernista, con lo que no tiene ningún peso en sí misma, ni ninguna significación. Nótese que, refiriéndose a un personaje político, sólo aparecen adjetivos personales, subjetivos, sólo relevantes para la privacidad. Ninguna referencia a valores públicos, a programas. La privatización total de la política. La victoria definitiva del postmodernismo, de la cultura espectáculo. La celebración de la desorientación.

Tras mi primera y muy pasajera reacción ante la pregunta con que se cerraba la pieza -lo que hiela el corazón es que alguien tenga que recurrir a esta contraposición para poder pensar España-, prevaleció una segunda: lo que hiela de verdad el alma es que en esas líneas se manifiesta una determinada izquierda española. No es de extrañar que el alcalde de Barcelona tenga que matizar en público que el Ayuntamiento que preside no propugna que los ciudadanos vayan desnudos por la calle. Bastante tenemos con la desnudez postmoderna de la cultura política española como para añadirle desnudez física en las calles de las ciudades más importantes. ¿O será que ese tipo de propuestas no es más que la consecuencia lógica e inevitable, la manifestación clara de la otra desnudez?

Joseba Arregi es ex parlamentario vasco del PNV.

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