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¿Contra el matrimonio civil?

Hace unos años se elaboró un estudio cualitativo sobre la cultura dominante en España que concluía que si se hacía abstracción de una muy pequeña minoría cuya mentalidad se regía por los parámetros del nacionalismo radical, la inmensa mayoría de la población vivía y actuaba en el universo conceptual y simbólico de la cultura católica. Algo de esto está apareciendo en el debate que acaba de abrir el actual gobierno al anunciar que en el próximo período de sesiones van a remitir a las Cortes tres proyectos de ley: uno de simplificación del procedimiento de divorcio, otro de regulación de las parejas de hecho y un tercero modificando el régimen matrimonial del Código Civil para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo. Nada voy a decir del primero, puesto que deja en pie el núcleo esencial del régimen actual de la disolución del matrimonio civil: el divorcio se produce por mutuo consentimiento y sólo es causal cuando éste falta. Por el contrario, me parece que las otras dos medidas revelan una concepción canónica de matrimonio (que no es la del Código Civil, por cierto), plantean delicados problemas de constitucionalidad y, sobre todo, barrenan la institución del matrimonio civil. Mas vayamos por partes.

Las cuestiones que he apuntado se están enfocando sobre la base de un presupuesto: el matrimonio es una institución jurídica destinada a regular la convivencia y el afecto mutuo lo que da lugar a la realidad social que el Derecho reconoce mediante la forma matrimonial. Esa exactamente es la noción eclesial propia del Derecho Canónico, una vez se despoja a la forma matrimonial del carácter sacramental que tiene en la doctrina católica. Lo malo es que el matrimonio civil no es así y no está pensado sólo, ni principalmente, para eso. Ese presupuesto desconoce la naturaleza y funciones del matrimonio civil, su razón de ser, que no se halla precisamente en la regulación de convivencia afectiva. Sencillamente si esa fuere su finalidad principal el matrimonio civil no se habría inventado: hubiere bastado con el religioso o, mucho más sencillamente a su consideración como un asunto estrictamente privado, como era en Roma, por cierto. El matrimonio civil obedece a otra cosa, y por eso no se exige clase alguna de afecto mutuo para contraerlo.

El matrimonio civil responde a la misma necesidad a la que responde el registro civil donde se anota: en el Estado Constitucional, que es un Estado de Ciudadanos, adquiere una importancia crucial determinar con la máxima seguridad y precisión quiénes son los cives y cuál es su estatuto jurídico al efecto de determina con seguridad y precisión quiénes tienen capacidad de obrar (plena o no) al efecto de ordenar racionalmente el tráfico jurídico y quienes tienen, o pueden tener, el derecho de sufragio en su doble dimensión de votar y poder acceder a cargos y funciones públicas por ser miembros del cuerpo político. El registro civil cumple ese papel: la inscripción del nacimiento y la muerte determinan la pertenencia de cada sujeto concreto a la comunidad o su salida de la misma, la mayoría de edad da acceso a la plena capacidad de obrar, el matrimonio regula la reproducción del cuerpo cívico y sirve de base a la ordenación del tráfico jurídico (en especial, pero no sólo, el de índole patrimonial). Por eso aun en los casos en los que el Estado reconoce validez legal al matrimonio religioso (que por sí solo ordena la convivencia) para que el mismo pueda tener efectos jurídicos es necesaria su inscripción en el registro civil.

La regulación legal de las "parejas de hecho", que se inspira precisamente en la concepción canónica si hay que atender a las leyes autonómicas ya producidas, resulta disfuncional en ese contexto por dos razones distintas: de un lado porque viene a competir con el matrimonio civil (las personas religiosas solo ocasionalmente recurrirán la "unión de hecho") restándole clientela, minorando su implantación e influencia social; del otro porque la razón de ser la disciplina legal de la "unión de hecho" no es otra cosa que generar una suerte de paramatrimonio, con sus formalidades, registros y régimen legal, bien que más frágil y menos garantista que el matrimonio civil, con lo que se dificulta el que éste cumpla con sus funciones. Y ello prescindiendo de la incompatibilidad con el principio de igualdad que el repudio supone. El efecto a largo plazo difícilmente puede ser otro que el de desvalorizar la unión puramente cívica y, como efecto de retorno, robustecer la idea aun ampliamente extendida, de que matrimonio, lo que se dice matrimonio, no hay mas que uno: el religioso claro está. Todo un triunfo de la laicidad como se ve.

El problema de la unión homosexual es distinto, porque los homosexuales no tienen hoy acceso a la institución matrimonial y respecto de los mismos el doble problema de la erosión y la competencia no se puede producir. Aquí el problema es otro: si está dentro de la esfera de acción legítima del legislador extender a ese tipo de uniones la forma jurídica y el régimen legal matrimonial. Si es compatible con la Constitución, vamos. Y mucho me temo que la respuesta que haya que dar a ese interrogante es negativa por partida doble: porque la unión homosexual no es "matrimonio" en ninguna de las acepciones del concepto, y porque, en consecuencia, atribuir a tales uniones un régimen jurídico igual o equivalente al del matrimonio sería incompatible con el principio de igualdad. En otras palabras, y aunque no sea grato a algunos oídos decirlo, el propósito de extender el régimen matrimonial a las uniones homosexuales es incompatible con la Constitución y, por ello, carece de viabilidad jurídica en tanto las reglas del art. 32 de la Constitución y el art. 12 Convenio Europeo de Derechos Humanos, que condiciona tanto la Constitución española como la europea, no sean objeto de cambio sustancial. De los efectos de retorno de una eventual regulación de ese tipo prefiero no hablar aquí y ahora, aunque muy favorables para el matrimonio civil me parece que no van a ser. Hay cosas que merecen ser cuidadosamente meditadas antes de poner manos a la obra, no sea que la impremeditación de hoy nos obligue a las rectificaciones vergonzantes de mañana.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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