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Columna
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Más bicicletas y menos prozac

Por lo general, cuando vamos a comprar una casa aparte de lo que vemos nos atrae lo que intuimos en ella, rincones donde colocar estanterías, techos altos en que practicar altillos, una terraza para cubrir y hacer otra habitación, aprovechar un armario empotrado como aseo. Parece que quisiéramos arrancarle al espacio una nota que todos sus anteriores dueños no supieron oír. Y por eso el vendedor siempre nos habla de las enormes posibilidades de la vivienda, aunque sea un cuchitril. Y por eso ocurre el hecho asombroso, al menos para mí, de que algunos propietarios a la entrega de llaves de construcciones completamente nuevas ya estén cambiando unas baldosas por otras, los muebles de la cocina por otros semejantes, unas puertas por otras, e incluso la distribución entera de los cuartos para hacer uno de dos o dos de uno. En el fondo es sencillo comprenderlo: deseamos ardientemente materializar esa otra casa que la real proyectaba en nuestra mente. Y puesto que no nos resulta fácil explotar todas las posibilidades de nuestras vidas, o peor aun, cuando se nos escapan sin llegar siquiera a ser conscientes de ellas, al menos procuramos concretar y darle existencia real a lo que está fuera de nosotros.

Puede que esto sea lo que les ocurre a los alcaldes al llegar a un Ayuntamiento, que se sienten ante los planos de la ciudad y esos planos de inmediato les sugieran otros más acordes con sus gustos. Observan multitud de detalles en que sus predecesores no repararon, pasillos que desviar, paredes que tirar, suelos que modernizar, jardineras que plantar. Al fin y al cabo, una ciudad es una casa a lo grande. La M-30 podría ser un pasillo de piso antiguo que ya no se lleva, las estaciones de metro serían las habitaciones interiores empapeladas cuando no se sabía nada del estuco. Incluso tiene su mobiliario y todo. Por ejemplo, que al alcalde le molestan los indicadores de temperatura y hora de algunas plazas, pues los elimina, porque a lo mejor piensa que ojos que no ven, corazón que no siente y que no es bueno que el ciudadano esté sugestionado por el tiempo en sus dos vertientes. O bien, porque para eso están los luminosos de los andenes del metro, que equivaldrían en esta megacasa a los aparatos de radio multiusos que parpadean sobre las mesillas noche.

La diferencia entre un alcalde, una presidenta de la Comunidad y un particular es que el alcalde y la presidenta usan el dinero de los contribuyentes para remodelar una casa que también es de todos por cierto. O sea, también es de usted y mía, por lo que tampoco está de más recordar que tirar las jeringas y los condones usados en los parques sería como para llevar de por vida un cartel en la espalda donde ponga guarro degenerado. Mientras que otros llevarían el de guarro a secas. Estoy pensando en todas esas cosas que se pueden pisar si al caminar se va mirando hacia el frente disfrutando de la contemplación de los edificios y de los rostros de los semejantes: alguna vomitona, excrementos de perro (por suerte, cada vez menos) y escupitajos (cada vez más) que a la vista de los fluidos, cuya descripción me evito, parecen expulsados por cuerpos alienígenas.

Pero como este Madrid también es nuestro nada nos cuesta aportar algunas posibilidades. Pensando con la cabeza de quien maneja una economía media baja, se me ocurre que, metidos en obras, las hormigoneras que adornan las calles podrían ir esparciendo un poco de cemento al lado de la acera e ir construyendo, como quien no quiere la cosa, carriles bici por todas partes, lo que traería como consecuencia aparcamientos cubiertos de estos artilugios metálicos tan útiles, tan baratos y tan sanos que no cabe duda de que tendrían un gran éxito por cuanto de continuo vemos cómo los ciclistas se juegan la vida entre el tráfico. Lo ideal sería que no hiciese falta ser Induráin, ni vestirse con traje de ciclista para acercarse a comprar el pan en bicicleta o al cine o para dar un paseo por la ciudad y, si apetece, entrar a tomarse un café en un local y dejar a la puerta las dos ruedas esperando a su dueño como un caballo a la puerta del saloon. Esto sí que le daría a nuestra ciudad un aire moderno y europeo, y las bicicletas sustituirían mucha palabrería sobre la contaminación porque sustituirían muchos coches que se limitan a hacer trayectos cortos. Además, no hay que pasar por el trámite del carné de conducir, lo que le habría ahorrado al responsable de Circulación del Ayuntamiento, Pedro Calvo, el disgustillo de que lo pillasen conduciendo una moto sin él. Y al mismo tiempo también acabaríamos con el dichoso Día de la Bicicleta.

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