Olímpicas
Entre aquella antigua Grecia que cada cuatro años bajaba las lanzas para celebrar las gestas de sus atletas y esta Atenas que ha estado defendida por baterías de misiles Patriot hay la misma distancia que separa a Esquilo de Michael Moore.
Los primeros Juegos Olímpicos de los que tengo memoria fueron los de México en 1968. Estaba acabándome el cola-cao con el pijama puesto para irme a la cama cuando sonaron las primeras notas del himno americano y dos atletas negros levantaron al cielo un puño enfundado en un guante de boxeo. Entonces yo no sabía que ése era el símbolo del Black Power, pero me di cuenta de que algo importante estaba sucediendo porque todos los mayores que estaban sentados a la mesa se pusieron en pie como si aquel gesto fuera una hazaña más gloriosa que el récord que acababan de batir. Desde aquel día, Tommie Smith y John Carlos pasaron a formar parte de mi equipo de inmortales.
En aquella época yo tenía la idea romántica de que los atletas eran unos seres que actuaban por inspiración divina, lo mismo que los poetas. El deporte era una ecuación sagrada que unía la belleza de los dioses con el instinto humano de superación y en ese espacio mitológico sonaba de fondo la música de Carros de fuego. En mi olimpo particular, junto a los Panteras Negras reinaba además el delfín Mark Spitz, porque en el año 72 ya empezaba a tener edad para dejarme cautivar por su torso desnudo, sobre el que colgaban siete medallas de oro, igual que una cría de hoy puede soñar con David Cal. También estaba Karl Lewis, el hijo del viento, y el británico lord Sebastian Coe, que en 1984 corrió los 1.500 metros con el estilo más aristocrático que se ha visto jamás en una pista de tartán.
Existe una edad en que sólo hay lugar para el triunfo en el deporte que es cosa de adolescentes eternos. Pero nadie llega a hacerse verdaderamente adulto hasta que no alcanza a comprender la melancolía de la derrota. Cuando en la final de la Liga de fútbol 93-94 Djucik falló el penalti que hubiera llevado al Depor a la gloria, no quedó un solo rincón en la ciudad que no entregara su corazón al defensa fracasado, como Troya se lo entregó a Héctor. Aquel equipo de vencidos conquistó entonces, sin saberlo, la última cumbre del espíritu olímpico.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.