La libertad en la historia
Con la aparición de libros como Teoría de la justicia (1972), de Rawls; Anarquía. Estado utopía (1974), de Nozick; Taking Rights Seriously (1977), de Dworkin; El liberalismo y los límites de la justicia (1982), de Sandel, y Les libéraux (1983), de Pierre Manent, y al hilo de la revalorización del pensamiento de Popper, Aron, Orwell, Arendt y Berlin, previamente descalificados como exponentes del "liberalismo de la guerra fría", pareció producirse en los años citados -antes, pues, de la caída del comunismo- el retorno del liberalismo como pensamiento vertebrador de la sociedad contemporánea.
No fue así, por lo menos en España, y por una razón: porque el pensamiento de la izquierda era ya entonces -años del franquismo tardío y de la transición a la democracia- el pensamiento hegemónico del país. Esa hegemonía, posible porque en España el pensamiento de la derecha era entonces y lo es aún o inexistente o carente de legitimidad y prestigio, se ha mantenido, además, plenamente vigente. Con un agravante: que a medida que ha ido perdiendo sus grandes mitos e ideas fundacionales (la revolución, el socialismo, la igualdad, la lucha de clases...), el pensamiento de la izquierda ha ido desembocando en un pensamiento blando y sentimental, vaguedades bienintencionadas de aceptación universal e indiscutible sobre la paz, el diálogo entre pueblos y culturas, el intervencionismo humanitario y la solidaridad en la tierra, coartadas emocionales de una sociedad acomodada carente de moral para ir a la raíz de las cosas y de afrontar las decisiones a veces dramáticas que su solución requiere (por lo que, en España, la obligación del pensamiento honesto tendría que ser disentir de la izquierda, rebelarse contra esa bondadosería débil e ineficaz instalada en nuestra vida intelectual salvo por alguna excepción magnífica como Juaristi).
La reafirmación del liberalismo volvió a ser, pues, un hecho principalmente anglo-sajón. Tuvo manifestaciones múltiples y divergentes (liberalismo neocomunitario, neoliberalismo...) y replanteó, u obligó a revisar a nueva luz, cuestiones esenciales de la filosofía política: la libertad individual, el papel del Estado, la justicia distributiva, el principio de igualdad. La obra de Isaiah Berlin (1909-1997), por ejemplo -que incluyó ensayos memorables, como El erizo y el zorro (1953), La inevitabilidad en la historia (1955), Dos conceptos de libertad (1958), Pensadores rusos (1978), Impresiones personales (1980), El fuste torcido de la humanidad (1990), ensayos sobre Marx, Maquiavelo, Herder y Vico; sobre el nacionalismo, el pluralismo y la libertad; sobre Hammann, de Maistre y la contra-ilustración; sobre Turguenev, Tolstói, Belinsky y Herzen- era una obra dispersa e incompleta, pero recorrida siempre por una visión pluralista de la historia y radicalmente crítica de todo forma de determinismo histórico, que enfatizaba ante todo la diversidad de valores éticos, políticos y estéticos que el hombre había generado en la historia y que constituía la esencia misma de la realidad y de la condición humana.
En El erizo y el zorro, Berlin señalaba la contradicción de la visión de la historia que inspiraba Guerra y paz, la excepcional novela de Tolstói y texto capital, como gustaba recordar don Ramón Carande, para el estudio de la historia. El genio de Tolstói estaba, para Berlin, en su capacidad para evocar y revivir la maravillosa individualidad de todos y cada uno de sus personajes; la contradicción, en el empeño de Tolstói en percibir en todo lo acaecido a éstos (y a ver en la trama de la historia) la mano de un destino, de un sistema del mundo. Contradicción, en suma, entre una visión múltiple, fragmentada, plural del mundo, que es la que sorprendió Tolstói como novelista, y una visión unitaria del mismo, la que sostenía, en el apéndice de la novela, Tolstói como ideólogo. En La inevitabilidad en la historia, originalmente una conferencia sobre Comte que Berlin pronunció en Londres en mayo de 1953, sostuvo una idea complementaria: la tesis de que las teorías generalistas, abstractas, que ven en la historia regularidades, leyes o modelos necesarios, o la acción de fuerzas impersonales (clases, razas, la razón, el progreso, el espíritu de la época), esto es, teorías que buscan el sistema fundamental y último que explicaría la evolución histórica, no son sino teorías que niegan la responsabilidad y la libertad individuales ("libertad -escribía- implica obviamente responsabilidad") y que, de hecho, justifican la realidad, desde el momento que plantean que lo que existe, lo que sucedió en la historia, es lo que tenía que pasar; y, por tanto, lo que el historiador debe explicar (frente a lo cual Berlin defendería una historia "libre", esto es, derivada de las responsabilidades morales de los hombres: una historia que admitiese por ello que lo que sucedió en la historia pudo no haber sucedido, o pudo haber sucedido de otra forma).
Para Berlin, historia equivalía, en suma, a multiplicidad, pluralismo moral, fragmentación, diversidad, libertad (o múltiples posibilidades). Su interpretación conllevaba la negación del recurso a leyes y modelos recurrentes como factores de explicación del cambio histórico. La historia era, para Berlin, resultado del quehacer libre de los individuos, de sus ideas, creencias y decisiones, y responsabilidad moral de ellos. El drama de la historia y del hombre era precisamente la no existencia ni de verdades absolutas ni de valores morales superiores a otros. O dicho de otra forma: Berlin entendía que la historia mostraba la pluralidad de verdades y actitudes éticas que los hombres habían ido proponiendo y asumiendo en el tiempo; la imposibilidad, con ello, de conciliar opciones e ideales morales discrepantes e igualmente válidos, y de llevarlos a la práctica al mismo tiempo, y de lograr, por tanto, sociedades armónicas y perfectas.
Vemos, pues, la ironía (o si se prefiere, eso que dijo Ortega: que no se es radical, más que si se es radical en el pensamiento). Berlin, el intelectual que encarnó la contraimagen
del intelectual comprometido, elaboró ideas sustanciales (pluralismo, sus dos conceptos de libertad, historia como libertad individual) para la democracia liberal contemporánea. En efecto, nacido en Riga en 1909, en una familia judía acomodada que abandonó Rusia por Inglaterra tras la revolución de 1917 (aunque Berlin regresaría a Rusia en distintas ocasiones y mantendría buena amistad con intelectuales rusos disidentes como Akhmatova y Pasternak), y formado en el Oxford de la década de 1930, marcado por el antifascismo y el esteticismo, Berlin aborreció violencia, revoluciones y dictaduras. Vinculado toda su vida a aquella universidad, expatriado, como Namier, Popper y Gombrich, y hombre de identidad a la vez rusa, inglesa y judía, Berlin vio en Gran Bretaña la nación arquetipo de tolerancia y civilidad que constituyó su ideal de vida. Fue hombre de ideas, gustos e inclinaciones políticas liberal-conservadoras: fue buen amigo de Churchill, de Kennedy y de los principales dirigentes sionistas británicos, nunca simpatizó con los movimientos de protesta occidentales (por ejemplo, con las campañas inglesas a favor del desarme nuclear o con las manifestaciones estudiantiles contra la guerra de Vietnam), y apenas si se interesó por el pensamiento crítico francés y alemán de su época. Su mundo intelectual lo integraron Austin, Ayer, Hampshire, Namier y Bowra, nunca Sartre o Marcuse o Adorno.
Juan Pablo Fusi es catedrático de Historia de la Universidad Complutense de Madrid.
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