Un vuelo de 200.000 euros
Tian Ling vence en el trampolín de 10 metros y el estado chino le resuelve el futuro
Todos los saltadores tienen miedo. Lo que diferencia a los buenos es que saben aprovecharlo a su favor. Según se aproximaba al vacío, al borde de la plataforma, el chino Tian Liang se iba quedando solo ante lo que el entrenador ruso Misha Ubrimov llama "miedo a lo desconocido". Pero Tian parecía inmune. Sereno como un monje en estado de meditación, preparó su vuelo acrobático en caída de 10 metros. Sus seis saltos en la final de ayer le elevaron hasta la medalla de bronce, superado sólo por el australiano Mathew Helm -plata- y por su compatriota Hu Jia, que se adjudicó el oro. Tian Liang ejecutó tirabuzones y mortales con la precisión de un relojero, acorde con su récord de puntuación en un salto olímpico (101,52). Como si la música ambiente del Centro Acuático de Atenas, con su mambo o su Tubular Bells, la banda sonora de El Exorcista, no le distrajese ni un milímetro de su nirvana.
Los chinos se convierten en los artistas de los saltos y ponen fin a su pasado trágico
Hasta la llegada de los chinos, los saltadores ornamentales eran gente de reputación accidentada, más proclive a la muerte prematura que a la serena meditación. Quizá haya que agradecer al maestro Xu Yiming el fin de las tragedias en la elite de este deporte. Xu Yiming, el hombre que fundó el proyecto de detección y entrenamiento de saltadores, ha hecho de China la potencia mundial del salto durante los últimos 15 años. Los Juegos de Atenas no parecen revertir la tendencia: los saltadores chinos suman hasta cuatro medallas (nueve si se suman las cinco en categoría femenina) frente a los estadounidenses, que por vez primera en 92 años no tienen ninguna.
Cuando las aguas de la poza de Atenas lo recibieron sin apenas salpicar, sin más ruido que un burbujeo, Tian había cazado el bronce olímpico y su compatriota Hu Jia el oro. El Estado le pagará al ganador más de 200.000 euros por la hazaña, y le asegurará un buen porvenir mediante la extensión de licencias comerciales o industriales, empleos públicos, y demás premios. Todo camina rodado para los campeones del siglo XXI. En el XX las cosas eran diferentes.
El campeón de trampolín de 1928, Pete Desjardins, era de Florida. Se retiró poco antes del crash de Wall Street, en 1929, para montar un espectáculo circense que lo presentaba como La Pequeña Estatua de Bronce de la Tierra de la Propiedad Inmobiliaria, el Pomelo y los Aligatores. El campeón de 1948, el estadounidense Bruce Harlan, murió con 33 años al caer de la torre de una plataforma, tras una exhibición. El subcampeón de 1948, Millar Anderson, expiró tras un ataque al corazón a los 40 años. El campeón de los Juegos de 1952, Skippy Browning, era piloto de la armada estadounidense; fue arrestado por robar una bandera olímpica en Helsinski, durante los Juegos, y falleció tres años más tarde cuando su jet se estrelló en Kansas. El ganador de la plata en 1960, el estadounidense Samuel Hall, fue arrestado por el gobierno nicaragüense con cargos de espionaje, en 1986. Lo liberaron poco después alegando que era "víctima de una enfermedad mental". El campeón de 1964, Ken Sitzberger, murió tras sufrir un traumatismo craneoencefálico pocos días antes de testificar en un proceso federal de tráfico de drogas. El subcampeón, Larry Andersen, murió a los 42 años, tras lanzarse al mar desde el puente Vincent Thomas, en Los Ángeles, desde una altura de 100 metros. Bruce Kimball, plata en 1984, fue sentenciado a 17 años de prisión por matar a dos adolescentes mientras conducía borracho.
Por si los antecedentes no fuesen suficientemente disuasorios, la aparición de Greg Louganis terminó por alarmar a los promotores del salto ornamental. Gente tranquila y muy profesional como el técnico de la Federación Española, el ruso Misha Ubrimov, se sienten abrumados ante la notoriedad alcanzada por Louganis, el saltador más famoso de la historia, cuádruple campeón olímpico en trampolín y plataforma, en 1984 y 1988. "Louganis ha hecho mucho daño a nuestro deporte", dice Ubrimov; "porque sufría accidentes continuamente, era alcohólico, drogadicto, disléxico, golpeaba a su madre adoptiva... Yo podría dar otros ejemplos, más positivos. Todos los presidentes de Estados Unidos, incluyendo a George W. Bush, han tenido licencia de saltos".
Louganis, que ha sobrevivido al VIH, fue el último mito del salto estadounidense. En Barcelona comenzó el reinado chino. "Estados Unidos tiene diez mil licencias de competición", explica Ubrimov; "y en los deportes minoritarios la cantidad conspira contra la calidad. La clave del éxito chino está en el sistema de selección. En China sólo hay 800 licencias, incluyendo a niños que no compiten. Son reclutados con cinco años, los entrenan, y a los nueve les hacen un test nacional. Si pasan son internados en doce centros de alto rendimiento".
Tian Liang, campeón en Sidney, compitió en Atenas en calidad de estrella. Cuando dejó la piscina se metió corriendo en el vestuario y pasó de la prensa. Dijo "estoy satisfecho". Y así, diciendo "estoy satisfecho", se fue a la ducha. "A los chinos les prohíben hablar", dice Ubrimov. ¿Hablar para qué? A los 25 años, la vida de Tian está solucionada económicamente. Igual suerte corrió Sun Shwei, el genio de Barcelona, y lo mismo le ocurrió a Xiong Ni, campeón de trampolín en Sidney y Atlanta y le ocurrirá a Hu Jia. Hoy Shwei es un respetable entrenador en la provincia de Guang Dong, mientras Ni es propietario de una fábrica de ropa gracias a una licencia, y en sus ratos libres es comentarista de la televisión china.
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