Sergio Aguayo
La gran decisión de la vida de Sergio Aguayo fue si seguir o no el ejemplo de sus amigos de la adolescencia y hacer lo que muchos jóvenes estaban haciendo en toda América Latina a fines de los sesenta: empuñar las armas contra un régimen injusto y corrupto.
Fue un día en 1969 cuando uno de sus amigos más íntimos le trajo un rifle y le invitó a que se incorporara a su incipiente grupo guerrillero. Aguayo, con 21 años, decidió no aceptar la oferta. No porque tuviera miedo, o porque no compartiera el desprecio de sus compañeros por el sistema unipartidista que había gobernado México durante los anteriores 40 años. Sino porque no creía que el suicidio colectivo fuese el método más eficaz para derrocar el régimen.
"Ahora existe el tejido social para construir una democracia fuerte. Eso es más importante que los partidos"
"Creo que ganaremos la batalla, porque el país está lleno de gente buenísima que nos ayudará a lograrlo"
Tuvo razón. El Gobierno mató -y, en algunos casos, antes hizo desaparecer- a docenas de sus antiguos compañeros.
La respuesta de Aguayo podría haber sido una mezcla de alivio y triste reivindicación. Pero no fue así. "Desde entonces todo lo que he hecho ha sido de cierta manera un intento de redimirme por no haber muerto", me dijo. "El que sobrevive tiene que expiar su culpa de alguna manera y yo lo he hecho haciendo lo que he podido para contribuir al cambio en mi país".
Sergio Aguayo es la campaña por la democracia en México hecha carne. Ha habido personajes de más renombre en esa campaña. Pero pocos que hayan dedicado su vida a tiempo completo, y con tanta eficacia y valentía, a ese fin. Un aclamado libro que ha salido este año en Estados Unidos escrito por dos corresponsales del New York Times llamado Opening México hace una exhaustiva crónica de la transición política mexicana, de los últimos años de gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI) hasta que en 2000 asumió el poder Vicente Fox, el primer presidente mexicano no priísta en 70 años. El libro tiene numerosos protagonistas, pero el que destacan los autores es a Aguayo por su perseverenacia, lucidez y valentía. Porque, a pesar de haber recibido numerosas amenazas de muerte desde que decidió aquel día que no mataría, Aguayo es un hombre cuya misión en la vida ha sido, y siempre seguirá siendo, que México sea un país mejor.
Ha habido un segundo impulso detrás de la misión. Si Aguayo se hubiera criado en la burguesía mexicana es posible que la culpa que siente por no haber muerto hubiera resultado menos apremiante y duradera. Pero Aguayo nació en el México más pobre y le acabó yendo muy bien en la vida, con lo cual ha sentido una doble necesidad de expiación. "He sentido siempre que debo retribuir a los míos todo lo que he ganado", me dijo. ¿Los míos?, le contesté. ¿Esos serían los que en México llaman 'los jodidos'...? "Sí, sí... En cierto modo debo reconocer que todo esto es muy íntimo".
'Todo esto' empezó en el barrio duro de San Andrés en las afueras de Guadalajara, donde nació, como él dice, ""de madre soltera en el medio de la injusticia". Alto y de tez morena, con rasgos indígenas, el joven Sergio formó parte durante su adolescencia de una pandilla llamada los Vikingos. "Participé en muchas peleas, pero nunca maté a nadie", me asegura. Estamos hablando en su casa de fin de semana en Morelos, en las afueras de la ciudad semitropical de Cuernavaca, a hora y media de la capital, donde tiene su hogar. La de Morelos, donde le gusta escribir, es una casa de ensueño, de arquitectura moderna con un jardín verde y fecundo. Tiene un árbol en el que crecen mangos del tamaño de melones.
Inimaginable esta vida cuando era vikingo en San Andrés, huyendo de la policía y montando batallas campales contra grupos de jóvenes priístas. "Inimaginable, es verdad. Más factible hubiera sido que me hubieran matado. Y encima", se ríe, "tuve la suerte de casarme con una catalana".
Lo cual jamás hubiera ocurrido si, después de decidir no ser guerrillero, un grupo paramilitar en Guadalajara vinculado al Gobierno no le condenara a muerte, obligándole huir a la Ciudad de México. Donde resolvió que lo que debería hacer con su vida, por fin, era estudiar. "Como loco estudié. Como loco. Y por suerte entré en el Colegio de México". El Colegio de México es para América Latina lo que Oxford es para el mundo anglosajón. El centro de enseñanza de élite. Aguayo destacó y consiguió una beca en 1971 para estudiar relaciones internacionales en Washington. De ahí se fue a estudiar a la Universidad de Bolonia, en Italia, y entre medias conoció y se casó con Eugenia, su mujer, con la que ha tenido dos hijos que ahora son adultos. En 1977 regresó a su país, donde fue admitido como profesor en el Colegio de México. "Esta formación de élite dentro y fuera de México (¡sin olvidar claro, mi introducción a la burguesía catalana!), me abrió los ojos y me enseñó tolerancia. Porque yo salí de aquí muy bronco, resentido y ultranacionalista -odiando a los extranjeros, que fue lo que me heredó la educación revolucionaria priísta. Pero", me dijo, mirándome detenidamente a los ojos para que le oyera bien y no me equivocara, "jamás he rechazado mis orígenes".
Quizá ahí hablaba la culpa. No había ninguna necesidad de hacer esta aclaración. Todo lo que ha hecho desde que entró en el Colegio de México ha sido testimonio de lo comprometido que está con su país y el entorno donde nació. Podría haberse quedado satisfecho con su brillante carrera académica, pero lo que ha hecho es agregar a aquello un activismo político permanente. Y hay una tercera dimensión, que es el periodismo. Es columnista político desde 1971. Dice, no sin un justificado elemento de vanidad, que ha escrito una columna por semana, sin falta, a lo largo de los últimos 20 años, las más recientes para el mejor periódico mexicano, Reforma, y 25 publicaciones más.
Y también ha escrito 20 libros. "Uno por año", me dice. Lo cual es lo de menos comparado con lo que ha logrado en la órbita política. Primero se dedicó a través de ONG a defender los derechos humanos: de los campesinos, de los indígenas de Chiapas. "Debo comentar que este tipo de trabajo se vio con desprecio en ciertos sectores del Colegio de México, donde no estaba bien visto ensuciarse las manos de la manera que lo estaba haciendo yo". Se las ensució aún más al fundar en 1984 lo que era un fenómeno novedoso en su país, y alarmante para sus gobernantes, la Academia de Derechos Humanos de México.
"La fase de los años ochenta fue la de pelear por los derechos de la gente discriminada. La de los años noventa fue de pelear por votos limpios. A mí me trauma el fraude del 88 [cuando el PRI de Carlos Salinas de Gortari robó la presidencia al izquierdista Partido de la Revolución Democrática de Cuauhtémoc Cárdenas]. Cuando me nombran presidente de la Academia, mi principal prioridad fue la defensa de los derechos políticos, elecciones confiables, incorporando la idea liberal de que el voto es el instrumento de cambio. Planteo entonces el modelo mexicano de observadores electorales con gente común y corriente, campesinos y amas de casa, con ayuda de académicos, para detectar el fraude y también estar presentes para evitarlo".
Esto desembocó en la Alianza Cívica, un grupo paraguas que reunió a 500 ONG para llevar a cabo el escrutinio independiente de una elección mexicana jamás hecho. Cuando llegó el voto presidencial en agosto de 1994 la Alianza tuvo a 40.000 personas organizadas en todo el país. Aguayo recibió tantas amenazas y tan serias que envió a sus dos hijos fuera del país durante un año. Se vio obligado, irónicamente, a pedir seguridad al Estado y durante los cinco años siguientes fue a todas partes acompañado de guardaespaldas. "Molestamos a mucha gente poderosa con lo que estábamos haciendo, pero dimos la sorpresa -incluso a nosotros mismos- cuando afirmamos al final que aunque hubo fraude, el candidato priísta, Zedillo, había ganado. Logramos una gran credibilidad y tuvimos la gran satisfacción de ver que las elecciones federales del 1997, también con la Alianza Cívica muy presente, realmente resultaron ser las primeras elecciones confiables en México del siglo XX".
Fue una victoria que parecía reivindicar la opción de lucha desarmada que había elegido. Organizar a amas de casa y campesinos para que fueran competentes observadores electorales quizá no haya sido la vía más romántica de luchar contra la máquina de poder del PRI, pero Aguayo logró ver resultados que sus antiguos compañeros, quizá motivados más por la rabia que por la razón, no hubieran imaginado posibles.
Tres años después, aquella victoria de 1997 se vio consolidada con el triunfo presidencial de Vicente Fox, del Partido Acción Nacional. Esa fue la culminación de la revolución pacífica en la que Aguayo se había embarcado tres décadas antes. O eso eligieron creer muchos. Según Aguayo, se equivocaron.
"Pensábamos que la solución era elecciones confiables y alternancia en el poder, pero no", me dijo Aguayo. "Quedan muchos tumores en la democracia mexicana, tumores graves, y ahora la pelea consiste en erradicarlos. En acabar con las redes de intereses corruptos que nos heredó el antiguo régimen y construir instituciones que operan según las reglas de la democracia".
No va a ser una tarea fácil. Seguramente, dice Aguayo, sea la más complicada de todas a las que se ha enfrentado. Intentó hacerlo participando en la política él mismo, y fracasó. Creó un partido de centro-izquierda que bautizó México Posible y participó en las elecciones federales de 2003. Pero resultó ser un sueño imposible. El partido ganó tan pocos votos que perdió su depósito y dejó de existir. Ahora ha vuelto a lo suyo. Dirige un centro de investigación y análisis en torno a la democracia y sigue activo en el tema de los derechos humanos; fue el redactor del más reciente informe de derechos humanos en México que hizo la ONU, un informe muy crítico que concluyó que "decenas de millones de mexicanos" veían sus derechos violados debido a la "acción u omisión" del Estado.
Aguayo ha viajado por todo el país y ha visto con sus propios ojos, una y otra vez, cómo los organismos del Estado fallan a la gente. "Mira, dentro de todo hemos visto cambios importantes y me siento optimista, pero también debo reconocer que todavía, a estas alturas, hay mucho que me indigna. Sobre todo estos tumores a los que me refiero, que hacen que la gente pobre sufra de manera tan injusta".
¿Pero de todos modos dice que se siente optimista? "Sí. La verdad es que sí. Nunca he estado tan optimista en los 40 años que llevo de activismo. Nunca. Y es porque nunca había habido condiciones tan favorables". ¿Por ejemplo? "Tenemos una prensa libre. Eso sí que ha sido un cambio enorme, como se demuestra en el periódico Reforma. El Grupo Reforma ha dado un ejemplo realmente extraordinario". ¿Otro ejemplo? "En los años setenta estábamos solos contra el PRI, ahora los grupos de derechos humanos están presentes aquí y Europa ha tomado un papel mucho más activo, lo cual significa que tenemos un grado de protección que antes no existía. Pero lo más importante, el motivo principal para sentirse optimista, es que en México ahora existe el tejido social para construir una democracia fuerte. Porque ahora eso es lo importante, más que los partidos. El problema ya no es el PRI, el problema es un sistema viciado en el que participan consciente o inconscientemente todos los partidos".
Había hablado con un eminente periodista en la Ciudad de México que me había dicho que ahora que el PRI había perdido el poder, uno se daba cuenta del grado de penetración que el sistema priísta, a su vez corrupto y eficiente, había logrado en la conciencia colectiva mexicana. El periodista me hablaba del "pequeño priísta que los mexicanos llevamos dentro". "Sí, sí, es así", asintió Aguayo. "Tenemos un problema estructural que va más allá de los partidos o los programas políticos de cada uno. El viejo sistema lo tenemos internalizado. Pero lo importante es que hemos diagnosticado el problema y la solución está en la sociedad, en el tejido social".
Aguayo usó esta formulación, tejido social, repetidas veces durante las tres horas que hablamos en su casa. ¿Qué quería decir con eso? "En Estados Unidos usan la frase 'capital social'. Un académico de allá hizo un estudio muy interesante sobre esto hace unos diez años en Italia, comparando el Norte democrático y eficiente con el Sur mafioso y pobre. El Sur era jerárquico en su organización social y en el Norte habían acumulado mucho más capital social, que es precisamente lo que yo y otros hemos intentado construir y acumular a lo largo de los años a través de ONG, los sindicatos, la prensa". El objetivo, entonces, era un diálogo informado y responsable entre pueblo y Gobierno, algo que apenas había existido en México, de la misma manera que no había existido en el sur de Italia. Y, precisamente como en el sur de Italia, Aguayo percibe que las mafias representan un enorme desafío a la transición democrática mexicana. "El narcotráfico destruye el capital social. Da en la madre a cualquier proyecto democrático. Acaba con la solidaridad, la confianza en las instituciones. Mira el caso de Ciudad Juárez, donde las mafias tienen tanta penetración. El impacto es deshumanizante. No se confía en el otro, sólo en la familia, en el grupo inmediato: ésta es la cultura del narco, que es exactamente lo opuesto a lo que llamamos el tejido social".
Una consecuencia del fin de la hegemonía del PRI es que México se ha convertido en un país políticamente muy fragmentado. Hay una diferencia sustancial entre los Estados del norte del país, donde el narcotráfico ejerce un gran poder, y Estados como Morelos, donde grupos cívicos participan sin miedo en la política. "En estos lugares del Norte el Estado tiene que volver a instalarse como contrapeso a la mafia, que se dice muy sencillo, claro, pero no lo es, porque el vacío de poder es enorme. Sencillamente no hay Estado ni en lo político, ni en lo jurídico, ni en lo social".
Lo que se ve en los Estados fronterizos es, a lo grande, el gran reto al que se enfrenta todo el país, "que se creen instituciones en las que la gente confíe, empezando por la policía, porque el problema de la inseguridad es grande". ¿Pero a pesar de todo insiste en ser optimista? "Todo se reduce a lo siguiente. La democracia tiene que funcionar a pesar de los partidos. Somos de izquierda y la democracia es el método que permite defender los derechos de la gente. Yo quiero vivir en un país donde no haya miedo y haya justicia y las instituciones funcionen. Ahora me da lo mismo que gane cualquiera. La batalla es por la democracia, por instituciones públicas que sirvan a la gente. Y creo que ganaremos la batalla porque el país está lleno de gente buenísima -especialmente las mujeres- que nos va a ayudar a lograrlo. Por eso me siento optimista. Pero eso nunca me he sentido tan tranquilo sobre lo que viene".
Que Aguayo, un hombre impulsado en su histórica misión por los fantasmas de su juventud, se sienta tranquilo es mucho decir. Es una señal casi infalible de que, efectivamente, las cosas en México van por buen camino. Aunque lo que también está claro es que no se llegará al destino de la noche a la mañana. Ésa ha sido una de las grandes lecciones que ha aprendido Aguayo después de tantos años dedicados a fortalecer su tejido mexicano. No hay soluciones inmediatas. La democracia consiste en mucho más que elecciones limpias y alternancia en el poder. Aguayo calcula que quedan por delante por lo menos 20 años de trabajo. O al menos que eso es lo que le queda a él para seguir contribuyendo a la gran causa a la que ha dedicado su vida. "Estoy ya planeando el final de mi vida", me dice. "Quiero aprovechar a lo máximo el tiempo y la energía que me quedan. Creo que tengo 20 buenos años por delante. Durante este tiempo quiero hacer una buena batalla para que la democracia funcione".
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