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Reportaje:Atenas 2004 | ATLETISMO: 3.000 METROS OBSTÁCULOS

La lucha imposible de Luismi Berlanas

El madrileño termina quinto y frustrado, detrás de los kenianos una vez más, una carrera ganada por Kemboi

Carlos Arribas

Antes de un 3.000 obstáculos no hay sirtakis que electrifiquen el ambiente, no hay música, no hay jolgorio. Antes de un 3.000 obstáculos, mientras las cámaras que envían su imagen a la pantalla gigante enfocan las piernas de los corredores, el estadio es silencio. Silencio de ceremonia religiosa. Las piernas finas, sin gemelos, de los kenianos, palitos cubiertos de piel brillante, fibras ocultas, músculos increíbles, invisibles, entre las rodillas y los tobillos. Las piernas musculosas, definidas, grandes masas, gemelos evidentes, cuádriceps marcados, de los europeos. Piernas señaladas, como picotazos de pajarillos hambrientos, marcas finas, los clavos de las zapatillas de los rivales, recuerdos de tantas carreras, marcas de guerra, las piernas de todos.

Antes de un 3.000 obstáculos, Luismi Berlanas no sonríe. Mantiene esa mirada suya entre airada y rebelde, de enfado con el mundo. Pero no es así. Sólo está enfadado con su tobillo, con su pie izquierdo, con el tendón que le martiriza y que intenta mantener firme, sujeto, con cuatro tiras tensas de esparadrapo cruzadas; el tendón que echa de menos las manos de Bodoque, el fisioterapeuta que sufre más que el atleta a quien cuida, el tendón que Luismi ha estado tentado de anestesiar antes de la carrera. "Yo valgo más que esto, yo valgo más", clamaría Luismi, después, clamaría en el desierto. "Yo valgo para estar con ellos, con los kenianos; para ser como ellos, para saltar junto a ellos la ría, como ellos; con mis gemelos, con mis músculos, junto a su flexibilidad, sus piernas ligeras, aladas. Yo tengo que estar con ellos".

Un 3.000 obstáculos más, otros Juegos, como en otros Mundiales, Luismi termina como el primer europeo, termina con los pies sangrando, con el tendón comiéndole la rabia; termina hablando con Simon Vroemen, el holandés, el segundo europeo; termina, impotente, hablando de lo mismo. "Eres el mejor europeo. Vales el récord. Siempre compites muy bien", le dice Vroemen; "siempre primero Luismi, segundo Simon". Sólo le habría consolado haber llegado a la campana dentro del grupo feliz de los cuatro kenianos, de los tres con la camiseta roja de Kenia, Kemboi, Kipruto y Kipsiele Koech, y del keniano que era Kipchirchir y que ahora, con la camiseta marrón de Qatar, se llama Musa Obaid Amer. Llegó muy cerca, pero no con ellos. Los cuatro se habían ido solos después de haber estirado al grupo, de haber puesto en fila a los 15 atletas en los primeros 1.500 metros con un ritmo rápido, de 2m 42s el kilómetro, regular, metronómico, sin falsos tirones ni acelerones. Un ritmo frío, mecánico, preciso como el bisturí de un cirujano. Detrás, manteniendo las distancias junto al poco colaborador marroquí Ali Ezzine, estaba Luismi; más atrás, mucho más lejos, penando, echando el bofe, sufriendo latigazos en sus bíceps femorales, en sus vastos, los demás, entre ellos los otros dos españoles, Antonio Jiménez, Penti, perdido, y Eliseo Martín, aguerrido.

Y nunca se le fueron muy lejos, nunca los tuvo más allá de cinco o seis metros. Ellos, volando, gozando con los obstáculos, como si corrieran por el campo, saltando matas, arbustos, arroyos, una excursión a la naturaleza; él trotando, detrás, ya solo, desembarazado de Ezzine. Cojeando casi. Entrando mal a la ría, saltando con el pie izquierdo, el machacado, dejándose caer pesado, un gran splash sobre el charco. Otro mundo. Y, sin embargo, estaban ahí, muy cerca, más cerca que nunca. Cuando faltaban 600 metros, cuando ya se le acababa el tiempo, cuando ya el dolor del tendón era algo olvidado por repetido, Luismi se fue a por ellos. Aceleró. Echó el resto y 200 metros más allá, cuando sonó la campana, allí estaba por fina, pegado a ellos.

Pero no con ellos, en su grupo, en su mundo. Porque fue una ilusión, un espejismo, una realidad que se desvanece al tocarla. Porque nada más acercarse Luismi, nada más oír el tañido, sentir el jadeo del español, los cuatro dieron su acelerón definitivo para jugarse entre ellos las medallas, la gloria: el joven Kipruto, el que pasa la ría como el gran Barmasai, sin tocar madera; los jóvenes también, pero más veteranos, Kemboi -que ganó- y Koech, más sólidos, menos soñadores; el neoqatarí Amer. Kenia, el orgullo del país que ha dado al mundo los más grandes obstaculistas, los pobladores del Valle del Rift, los que ven amanecer en Eldoret entre un campo y una cabaña, una vida frugal y sin necesidades, no podía permitirse no hacer un pleno. En la última ría, una pequeña maniobra de Kipruto dejó a Amer fuera de combate. Detrás, no muy lejos, pero siempre lejos, llegó Luismi. Y mientras los kenianos se envolvían en su bandera, celebraban, él, siempre serio, enfadado con el mundo, se fue a la grada, frente a sus padres, su chica, sus amigos. Abrió los brazos y les dijo: "No he podido más". Pero vale más.

El madrileño termina quinto y frustrado, detrás de los kenianos una vez más, una carrera ganada por Kemboi.
El madrileño termina quinto y frustrado, detrás de los kenianos una vez más, una carrera ganada por Kemboi.REUTERS

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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