Profesor de idealismo
John King es uno de esos raros profesores de literatura al que la enseñanza no ha hecho perder el entusiasmo por los buenos libros que debió ser el origen de su vocación. Lo conozco hace más de veinte años y, vez que lo veo, me maravilla oírlo hablar de poesía, novela, teatro o cine latinoamericano de manera tan poco académica, con la frescura y la libertad de quien lee y estudia más por placer que por cumplir una obligación. Y muy rara vez asoma en lo que dice esa jerga deconstructivista detrás de la cual muchos profesores disimulan su vacío intelectual.
La última vez que estuvimos juntos, viendo un delicioso montaje de una comedia de Sor Juana Inés de la Cruz por la Royal Shakespeare Company en Stratsford-upon-Avon, me acordé de preguntarle algo que hace años me intrigaba: "¿Cómo descubriste la literatura latinoamericana? ¿Qué te impulsó a dedicarte a ella?".
-Las clases de un profesor excepcional, cuando era estudiante en Oxford -me contestó, sin vacilar-, David Gallagher. ¿No lo conociste? Fue protagonista de una historia que dio mucho que hablar, allá por los años setenta.
Lo conocí muy bien y yo fui uno de los muchos profesores y estudiantes de español en la Gran Bretaña de aquella época que quedó boquiabierto cuando la historia ocurrió. David Gallagher, chileno de origen inglés, era entonces poco menos que una celebridad precoz en ese ambiente. Había estudiado ruso y español, en Oxford, y, pese a su juventud, ejercía la crítica de literatura en lenguas rusa y española en el prestigioso Times Literary Supplement, del que, si la memoria no me engaña, llegó a ser jefe de la sección de literatura extranjera. Asimismo, apenas diplomado, comenzó a enseñar en Oxford, donde, a juzgar por la experiencia de John King, debió de ser un profesor muy exitoso como promotor de la literatura latinoamericana, disciplina que apenas comenzaba a asomar en los programas universitarios. En 1973 publicó, en inglés, un libro de ensayos, Modern Latin American Literature, por desgracia nunca traducido al español, que es uno de los más lúcidos y penetrantes análisis de la contribución de los poetas y prosistas latinoamericanos a la renovación de la literatura contemporánea. A través de una serie de autores, que van de César Vallejo a Octavio Paz, de Borges a García Márquez, de Neruda a Cabrera Infante, Gallagher señalaba los hitos principales de la modernidad literaria en Hispanoamérica, con la superación del viejo regionalismo y la estética confinada en la explotación de lo pintoresco y lo folclórico, y el empeño en crear nuevas formas artísticas mediante la asimilación de la mejor literatura extranjera de vanguardia y la invención propia de lenguajes y técnicas capaces de expresar con originalidad un mundo en pleno proceso de transformación. Treinta y un año después de publicado, este ensayo de David Gallagher no ha sido aún superado como derrotero iluminador de la revolución literaria que vivió América Latina en el siglo veinte.
¿Qué pudo llevar a quien iniciaba una carrera académica e intelectual con tan excelentes auspicios como David Gallagher a abandonarla de la noche a la mañana para saltar de los sosegados claustros de Oxford a las trepidantes oficinas de la City y hacerse banquero? Es algo que él no ha explicado ni probablemente explicará nunca, fiel al doble mandato de discreción de sus ancestros, pues los chilenos, en lo que se refiere a hacer confidencias y a volcar la intimidad, suelen ser tan parcos como los ingleses. Y en David Gallagher esa sobriedad ha cristalizado en algo que, por periodos, se confunde pura y simplemente con la mudez: es la única persona que conozco capaz de divertirse en grande toda una noche sin decir ni mus. Todavía me encuentro a veces con amigos de aquellos años ingleses que me preguntan, rascándose el cráneo: "¿Averiguaste por fin el secreto de David?". No, y ahora sé que nunca lo averiguaré.
La sorpresa se acrecentó todavía más, en los años siguientes, cuando supimos que el tránsfuga de Oxford, en vez de ser triturado y romperse las narices en la City, que es lo que le hubiera ocurrido a cualquier literato normal que reemplazara el benigno cultivo de las ideas y las letras para aventurarse por el campo minado de las finanzas, no sólo había sobrevivido, sino, en un periodo bastante corto, alcanzado en su nueva profesión tantos éxitos como en la anterior. Representando, primero, a bancos de inversión y compañías financieras internacionales en América Latina, y, luego, trabajando de manera independiente como consultor, David Gallagher alcanzó una situación personal expectante y una reputación que, entre otras responsabilidades, lo ha llevado, en los últimos tiempos, a ser uno de los directores del Banco de Estado de Chile.
Y, felizmente, lo que a muchos nos pareció al principio una lamentable apostasía, no lo fue. Más bien, el enriquecimiento de una vocación de cultura de alguien que nunca aceptó que la poesía y la prosa literaria pudieran ser una especialidad, un territorio cercado por alambradas, sino un punto de partida para entender mejor el mundo, la vida, y poder acercarse, sensibilizado y con la imaginación azuzada por la buena literatura, a todas las otras manifestaciones de la creatividad humana, las artes plásticas, la música, la economía, la filosofía, la política. Es una de las cosas más admirables de David Gallagher: haber conseguido, en este tiempo marcado a fuego por la maldición de la especialidad, ser un humanista moderno, alguien curioso e informado sobre todo lo que ocurre en el ámbito de la cultura, sin naufragar en el mero diletantismo, manteniendo siempre una perspectiva rigurosa sobre lo que lee, oye y ve y asociándolo a una visión de conjunto en la que las ideas, las artes y las letras no sólo son un placer del espíritu, también un arma para mejorar lo que anda mal y defenderse contra el infortunio. El joven profesor que incitaba hace treinta años a los estudiantes de Oxford a aventurarse en las fantasías de la literatura latinoamericana es, culturalmente hablando, un ciudadano del mundo, que lee en muchas lenguas, recorre los países visitando exposiciones, asiste a conciertos, es un fanático de la ópera, y, a la vez, selas arregla, en las conferencias y congresos donde no puede dejar de abrir la boca, para defender con aplastante lógica y ejemplos abrumadores la política económica que ha hecho, hoy, de Chile el único país latinoamericano que parece definitivamente encaminado para dejar atrás la ignominia del subdesarrollo.
Aunque habla poco, David Gallagher escribe bastante y ahora, por fin, muchos lectores de lengua española podrán leerlo. Porque, luego de mucho pensarlo, se ha decidido a reunir en un volumen una colección de los textos que, desde hace once años, publica regularmente en El Mercurio de Santiago. Se trata de textos breves, marcados todos ellos por el fanatismo de la claridad. Es algo que Gallagher debió de aprender de los buenos críticos literarios de lengua inglesa, como Edmond Wilson y Cyril Connolly: no hacer trampas, expresar con la mayor transparencia y limpieza lo que se quiere decir, porque no hay idea, por elaborada y compleja que sea, que no pueda ser vertida de una manera racional e inteligible. Y, además, sujetarse siempre al principio de que no tiene sentido escribir para no decir nada, o decir banalidades, que equivale a lo mismo. En estas columnas de David Gallagher la brevedad no está reñida con la originalidad y la profusión de ideas; por el contrario, casi siempre consigue expresar, con precisión e ingenio, un punto de vista novedoso y a menudo polémico.
Los textos versan sobre todos los temas imaginables, de acuerdo a esa personalidad curiosa, múltiple y cosmopolita de su autor. Notas de viaje, reseñas de un espectáculo o de una lectura, comentarios a un hecho político, social, económico o cultural de actualidad, una viñeta histórica, un recuerdo de infancia, la evocación de un personaje excepcional o de un oscuro bípedo, un escorzo sobre un debate religioso, o económico, o una campaña electoral, estos textos trazan una geografía que se extiende por todos los continentes y aborda todos los asuntos, y, sin embargo, no da la impresión de vértigo, de una enloquecida dispersión. Por el contrario, pese a su nomadismo incensante y a ese trajinar por todos los temas, hay en estos textos una secreta afinidad, un denominador común que permite leerlos como si constituyeran un libro orgánico, como si todos fueran capítulos de una obra cuidadosamente concebida como un todo compacto.
Lo que les da unidad y coherencia es aquello que Francisco García Calderón elogiaba en un viejo libro de ensayos titulado Profesores de idealismo: que de todos ellos mana una estimulante y contagiosa convicción de que la cultura es algo vivo y al alcance de quien quiera hacer el mínimo esfuerzo para acercarse a ella, y que vale la pena hacerlo porque la cultura, en todas sus vertientes y expresiones, los libros, los cuadros, la música, las ideas, enriquece extraordinariamente la vida de las gentes y les permiten gozar mejor, o, en todo caso, sufrir menos, y armarse espiritualmente para resistir las peores pruebas. Ser optimista, en nuestra época, suele ser sinónimo de imbécil. Pero David Gallagher muestra en sus textos que uno puede ser muy inteligente y muy lúcido al enfrentarse a todos los horrores y amenazas que nos rodean y, sin embargo, no dejarse abatir por ese elegante pesimismo tan de moda que lleva hoy a tantos intelectuales a convertirse en los profetas del apocalipsis.
El mundo está muy mal, cierto, pero en muchos sentidos también está mejor de lo que estuvo nunca antes y esta idea es un punto de apoyo sobre el que se pueden reconstruir las ilusiones, las esperanzas, el sueño de la gran revolución de la sociedad y del individuo que estremecía toda Europa cuando David Gallagher y unos cuantos millares de personas como él creíamos, en los años sesenta, que la literatura sería una de las grandes herramientas para la creación de un mundo más libre y más humano.
La mayor parte de los sobrevivientes de esos años hermosos han visto desmoronarse aquellos sueños como castillos de arena y ahora, si no refugiados en el resentimiento y el nihilismo, ocultan su desánimo en un refinado escepticismo, en la neurosis, o en el alcohol. Pero David Gallagher sigue creyendo que la vida vale la pena de ser vivida y que todavía hay muchas batallas que deben librarse porque pueden ser ganadas, aunque ellas no tengan esas características épicas, románticas, con que las concebían los jóvenes idealistas de hace cuatro décadas. Hoy, el combate por un mundo más justo, menos pobre, más libre, menos estúpido, más culto, pasa por muy diversos frentes, uno de los cuales, el de las instituciones y la política, es neurálgico, pero de ninguna manera el único, pues el progreso, para ser verdadero, debe ser simultáneo y múltiple, crear trabajo, elevar los niveles de vida y también las oportunidades para que cada cual pueda elegir su destino de acuerdo a su soberana voluntad. Y todo esto es imposible de alcanzar sin ideas, sin ciudadanos sensibles, imaginativos y críticos, es decir, sin una cultura vigorosa y en perpetua renovación, que inquiete, perturbe y mantenga aquellos niveles de inconformidad y de exigencia sin los cuales cunde el conformismo, que es la muerte lenta de la democracia.
No sé como hace este "profesor de idealismo" que es David Gallagher para hacer toda las cosas que hace en la vida. Tal vez el tiempo que los demás empleamos hablando, él lo dedica a hacer cosas: va y viene por el ancho mundo como por su casa, lo lee todo, sigue la aparición de los nuevos poetas rusos y asiste, sin moverse un milímetro en su duro asiento de madera, a las óperas de Wagner en Bayreuth. No sé como lo hace, pero, leyendo sus crónicas, la impresión es que vive en aquel vórtice de actividades sin precipitación ni histeria, con toda la flema necesaria y la perspectiva suficiente para escribir sobre ello con mesura y solvencia. ¡Qué envidia!
© Mario Vargas Llosa, 2004. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2004.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.