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RELATOS

Esa palabra

Esther, nuestra profesora de estudios latinoamericanos, había invitado a un grupo selecto de estudiantes a pasar unos días en su casa de Brighton. Era la primera vez que tenía el honor de ser uno de ellos, y lo que me producía más satisfacción era que, a diferencia de otros, no había hecho ningún esfuerzo por lograrlo. Además, yo era el único inglés.

Charlábamos en la cocina cuando llegó Clara. Saludó a Esther con un beso y dejó su mochila sobre la mesa.

-Hoy es 5 de mayo -escuché que le decía a su madre en un susurro.

Esther asintió con una expresión sombría y acarició la cabeza de su hija.

Clara se nos quedó mirando un instante, como si gozara del espectáculo: una tropa de estudiantes llenos de testosterona y pretensiones intelectuales tomando té en casa de su madre. Antes que desapareciera silenciosamente tras la puerta batiente de la cocina alcancé a observar su cuerpo, que ostentaba esa gracia propia de las bailarinas.

"Las conversaciones iban y venían de un tema a otro con gran velocidad, buscando cada uno aportar su gramo de lucidez y, con suerte, ganarse una venia de Esther"
"Clara mantenía la vista fija en un punto lejano, aunque no pretendía, o al menos no aparentaba pretender, estar bajo ningún trance, un estado tan en boga en esos tiempos"
"La proximidad de una mujer siempre me intimidó. Especialmente en aquellos momentos preliminares, cuando todo puede suceder, o nada; cuando no sé con exactitud qué espera ella de mí"
"Clara hablaba lentamente, como si los recuerdos tardaran en cristalizarse. Me dieron ganas de abrazarla, pero ese mismo impulso me hizo sentir aún más desorientado"

Corría la primera semana del verano. En la avanzada de la tarde la luz adquiría un tono rojizo y una cierta liviandad empezaba a apoderarse de nosotros. Por las ventanas abiertas entraba un aire fresco y suave. Iniciábamos nuestra segunda ronda de té cuando Clara se unió a nuestro grupo. Traía el pelo mojado, un vestido de flores y un jersey azul sobre los hombros. Sacó una cerveza del refrigerador y se sentó en una banqueta a escasos centímetros de la mía.

Las conversaciones iban y venían de un tema a otro con gran velocidad, buscando cada uno aportar su gramo de lucidez y, con suerte, ganarse una venia de Esther. Ella, al modo de las soberanas, presidía atenta la retórica novicia de sus escogidos mientras los ojos suaves y oscuros de Clara se paseaban serios por nuestros rostros en una actitud ausente y, por momentos, melancólica.

Al cabo de un rato, aquel enfrentamiento taurino dejó de interesarme. Era obvio que desplegando mi precario español y los escasos recursos intelectuales con que contaba en ese entonces, no me ganaría un lugar en el reino de Esther. Pero lo que más me distanciaba de la conversación era la presencia de Clara. Observándola de reojo, había caído en la cuenta de que tenía una de esas bellezas silentes, que, en lugar de golpear, se van adentrando en los ojos, en el cuerpo, inadvertida y poderosamente. Había algo en su feminidad que inquietaba. Eran quizá sus gestos espontáneos y a la vez íntimos, como si una parte de ella fuera inaccesible al resto de los mortales. Todo esto hacía pensar en la imposibilidad de tenerla; cuestión que la volvía en extremo deseable.

Pensé con placer que gozaba de un par de días para conocerla, y si la buena fortuna me acompañaba, podría incluso acostarme con ella. Haciendo uso de mis precarios conocimientos de cultura latinoamericana, le comenté que su vestido me recordaba los autorretratos de Frida Kahlo. No era que se parecieran, además de ser físicamente diferentes, Clara no tenía ni un asomo de la expresión trágica de la pintora. Eran las flores coloridas que la rodeaban, el espíritu festivo que despedía el resto del cuadro lo que me hacía relacionarlas. Apenas pronunciadas, me di cuenta de que mis palabras eran de una cursilería sin limites. Para mi sorpresa, había dado en el clavo.

-Frida Kahlo -dijo-. En mi grupo de danza estamos montando una coreografía que trata sobre su vida.

Habíamos enganchado. Mantuve la calma. Le pedí que me contara más. Quería marcharme de la cocina y estar a solas con ella. Le sugerí que saliéramos al jardín y ella aceptó mi proposición. Sin embargo, una vez afuera descubrí un espectáculo desolador, en absoluto apropiado para lo que yo intentaba. El jardín se reducía a un par de azaleas arrimadas a un roble y un atado de hierbajos. Fue ella quien sugirió que subiéramos al techo para ver los últimos rayos del sol.

Unos minutos después estábamos en una terraza de cemento que parecía estar suspendida del cielo. Este efecto era producto de las sombras que ya habían alcanzado la parte inferior de la casa, volviéndola casi invisible. Desde nuestro reducto se vislumbraba el mundo ancho y pacífico de Brighton, las ventanas encendidas, los muelles victorianos de la ribera y, en el fondo, el gris azulado del mar.

El corazón me daba tumbos; procuraba respirar despacio y al mismo tiempo no ahogarme por la falta de aire. Clara mantenía la vista fija en un punto lejano, aunque no pretendía, o al menos no aparentaba pretender, estar bajo ningún trance, un estado tan en boga en esos tiempos. Vimos a un hombre en buzo salir de la casa y tomar la calle de abajo.

-Es Paul, se prepara para correr la maratón antinuclear -dijo Clara con una sonrisa que me pareció un tanto irónica.

Volví a preguntarle por su obra y ella me contó que en su grupo habían llegado a componer una coreografía tan minimalista que por momentos los cuerpos parecían estar quietos. Pese a mi evidente entusiasmo, pronto un silencio sin peso y sin historia se interpuso entre nosotros.

Movido por la desazón me puse a hablar. No importaba qué. Le conté de mi fortuito encuentro con Gary Oldman, el actor que había interpretado a Sid Vicious en la película de Alex Cox. Es una anécdota que conozco de memoria, que siempre origina interés en quien la oye, y, sobre todo, que no requiere de mis facultades mentales. Después le conté algún episodio jocoso que no me comprometía en absoluto, pero que provocó su risa, una risa exuberante que me hizo pensar en aquellas mujeres que están dispuestas a todo.

La proximidad de una mujer siempre me intimidó. Especialmente en aquellos momentos preliminares, cuando todo puede suceder, o nada; cuando no sé con exactitud qué espera ella de mí, cuál es el instante preciso para arremeter, incluso si esto es posible, o tan sólo una eventualidad ficticia producto de mi deseo. Clara en ese sentido no ayudaba a simplificar las cosas. Había sido ella quien me invitara a ese lugar solitario y se sentara muy cerca, casi rozando su cuerpo con el mío. Pero, al mismo tiempo, había vuelto a su mirada calma y a sus gestos desprovistos de histrionismo, imponiendo un clima de franqueza y hondura, donde los pequeños juegos que yo intentaba no tenían lugar.

Decidí usar la estrategia más simple y efectiva. Incursionar en su vida. Nadie se resiste al interés del otro. Le pregunté cuántos años tenía al salir de Chile.

-Catorce -dijo mirándome a los ojos con firmeza y una cierta altanería.

Me até el cordón de un zapato y aproveché para acercarme un par de centímetros más a ella. Noté el perfume floral de su cuello y el vello debajo de su oreja. Un lugar que siempre me había parecido excitante, pero que nunca había explorado.

-¿Y echas de menos? -le pregunté sabiendo que era una pregunta que carecía de la más mínima cuota de creatividad.

Sus ojos oscuros se fijaron en mí, como si sopesara el grado de honestidad con que podía responderme.

-Claro - dijo con voz firme-. Echo de menos a mi padre.

Un viento helado empezó a soplar desde el mar.

-A veces los recuerdos se hacen una madeja en mi cabeza, ni siquiera logro distinguir las cosas que algún día imaginé con las que viví. ¿Te ha pasado eso alguna vez? -preguntó Clara inclinando la cabeza.

Yo asentí con un gesto que creo que ni siquiera percibió.

-A mí me gusta, porque así la realidad es menos estrecha -dijo sonriendo.

-Pero tiene que haber algún recuerdo que te haya marcado, no sé, ¿algún novio tal vez?-indagué.

-¿Un novio? -volvió a reír con esa risa que hacía un instante me había excitado sobremanera. Se rodeó con los brazos y prosiguió-: No. No es ese el recuerdo que más me marcó.

-¿Cuál entonces?

-¿De verdad te interesa? -preguntó, con una expresión que había abandonado su matiz desafiante.

La escasa luz se había vuelto inestable y blanda como un elemento voluble. Yo asentí con un ademán enérgico.

-Siempre las cosas peores ocurrían por la noche. Era así. Y en el toque de queda era fácil escucharlos. Por eso cuando mi perro se puso a ladrar como un condenado, supe que algo muy malo estaba ocurriendo. Oí a mi papá que iba y venía de su pieza al pasillo. Afuera, un hombre gritaba. Su voz era chillona como la de un pájaro. Después vinieron dos disparos.

De golpe, Clara había instalado entre nosotros la presencia ineludible de la realidad. Sentí un leve malestar.

-Mi madre, vestida con una bata, se asomó por la puerta de mi pieza y me abrazó, me cubrió con una frazada y me hizo jurar que no me la sacaría. Cuando entraron estábamos los tres en la sala. Sus botas retumbaban en el piso de madera. Mientras ellos se movían de un lado a otro, nosotros nos quedamos de pie, muy juntos. No nos miraban a los ojos, tal vez de vergüenza, o de rabia, no sé. Ahora que lo pienso debemos haber parecido una isla ahí los tres abrazados en medio de la sala.

Guardó silencio un instante, como si estuviera viendo aquella imagen en la oscuridad. Al tiempo que un destello de emoción empezaba a embargarme, mi incomodidad se acrecentaba.

-Uno de ellos tomó de la camisa a mi padre y le pegó en las costillas. Mi padre se contrajo, pero no dijo nada. El tipo volvió a pegarle.

Clara cerró los ojos, como si quisiera huir de esa imagen demasiado cegadora. Cuando los abrió respiraba más aprisa. Pensé con desilusión que, por algún motivo que yo desconocía, Clara necesitaba hablar de todo eso y daba igual quién estuviera a su lado.

-Alguien echó abajo a patadas la repisa de libros. Recuerdo a un tipo, tenía el cuello largo y liso como el de una mujer, cogió un libro del suelo, leyó unas pocas frases y lo partió en dos por el lomo. Era un libro de bioquímica de mi padre. Oímos el estruendo de un nuevo disparo. Un tipo se puso a reír, tenía una extraña mueca, como la de una parálisis facial. Fue él quien quebró con la culata de su arma una ventana.

Clara hablaba lentamente, como si los recuerdos tardaran en cristalizarse. Me dieron ganas de abrazarla, pero ese mismo impulso me hizo sentir aún más desorientado. Era como haber aterrizado en un lugar desconocido, sin mapa, sin huellas visibles, y sin saber por dónde echar a andar.

-Fue muy extraño. Las astillas de vidrio cayeron en cámara lenta, produciendo un sonido a la vez estremecedor y musical. Seguramente esto me lo imaginé -dijo mirándome a los ojos. El arco infantil de su boca se había vuelto tenso, como si intentara mantener a raya la emoción.

-Porque es imposible que los vidrios caigan en cámara lenta, ¿verdad? Pero lo que sí recuerdo es que por el hueco de la ventana quebrada entró una brisa y levantó las cortinas. Fue en ese instante que salieron con mi padre esposado. Cuando se fueron, mi madre recogió las paginas del libro roto del suelo. Nos sentamos en la mesa del comedor y ella se echó a llorar. Comimos pan con palta y después me llevó a la cama. Me meció en sus brazos hasta que me creyó dormida. Me quedé escuchando sus pasos que recorrían la casa poniendo cada cosa en su lugar, después de un rato salió al jardín. Por la mañana supe que había enterrado a mi perro y había borrado su sangre de los pastelones.

El silencio se expandió sobre los techos. Un letrero luminoso color verde se encendió, la luz tardó unos segundos en completar la alas extendidas de un pájaro tropical. Me armé de valor y la miré: una sonrisa se asomaba en sus labios.

-No sé por qué te cuento todo esto -dijo.

-Yo tampoco -afirmé.

Me quedé inmóvil mirando al frente, sus palabras resonando lejanas en mis oídos. No eran parte de mi mundo, ni tampoco quería que lo fueran. Me sentí como un niño que alguien había confundido con un adulto; un niño que no tenía ni la más remota idea de cómo reaccionar. Había decenas de gestos posibles: decir algo, rodearla con mis brazos, rozar sus mejillas, besarla; pero cualquiera de estas expresiones me parecía imposible e incluso absurda. El desconcierto y la frustración me paralizaban. Ante mi silencio, vi que el rostro de Clara se contraía levemente. Oímos una música de cuerdas que llegaba desde la casa y el débil rumor de alguien cantando.

-Creo que debería bajar -afirmó, y se levantó sin mirarme. Antes de desaparecer murmuró:

-Fue un 5 de mayo. Como hoy.

Alcancé a observar su rostro dulce, pálido, y me estremecí. Me quedé un buen rato en la terraza del techo mientras abajo la música se volvía más intensa, y las luces de la ciudad se iban encendiendo hasta formar un denso tejido que caía en el oscuro abismo del mar.

Intenté mantener la mente ocupada con algo aceptablemente concreto. Como por ejemplo los argumentos que esgrimiría ante mi tutor cuando le anunciase que aún no comenzaba mi tesis de grado. Quería alejar de mis pensamientos ese país que no conocía, donde los padres eran sacados de sus casas en medio de la noche, donde los perros eran asesinados a balazos, quería olvidar todo lo ocurrido arriba de ese puto techo. Sin embargo, todos mis esfuerzos eran inútiles. Necesitaba con urgencia salir corriendo de aquella orilla apestada, donde había quedado varado con mi silencio.

Aún era posible cambiar el curso de nuestra pequeña historia tocándola con esa palabra tan difícil de decir y por lo mismo tan poderosa. Bajé corriendo por la estrecha escalera que unía el techo con el segundo piso de la casa y no me detuve hasta encontrarla. La hallé en la sala junto al resto de mis compañeros de universidad. Me acerqué a ella, me senté a su lado y le pedí perdón. Y mientras Clara me miraba fijamente a los ojos, decidí que no cejaría hasta lograr acostarme con ella.

DAVID AJA

Carla Guelfenbein

Nació en Santiago en 1959. En 1976 viajó a Inglaterra, donde vivió 11 años. Estudió Biología en la Universidad de Essex, especializándose en genética de población. Más tarde estudió diseño en el St. Martin's School of Art, en Londres. De vuelta a Chile, trabajó en agencias de publicidad. También fue directora de arte y editora de moda de la revista 'Elle'. Participó en diversos talleres literarios, y, desde 1999, se dedica exclusivamente a la escritura. Actualmente trabaja como guionista de cine. Su novela 'El revés del alma' fue publicada por Alfaguara en 2003.

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