La nadadora
La natación tiene la belleza, y la fugacidad, de los propios Juegos Olímpicos. Una vez terminadas sus competiciones, suele caer en el olvido ante la presencia inevitable de otros deportes más cotidianos y rentables. Como el fútbol o el baloncesto, la natación consigue despertar el máximo interés. Pero a diferencia de estos deportes, la intensidad de su pasión se disipa con la mayor celeridad. Acaso porque el fútbol o el baloncesto funcionan como la metáfora perfecta de los matrimonios -abundan en ellos las fidelidades más ilógicas y las traiciones más inesperadas, separaciones y reconciliaciones, sonrisas y lágrimas-, mientras que la natación alberga todos los argumentos del adulterio. La suya es una historia casi clandestina, una inmersión donde las zonas visibles, no digamos ya las medallas, son como minúsculos iceberg en medio de un mundo que se vive, día a día, con la cabeza bajo el agua.
Contra los adversarios, contra los elementos, contra uno mismo
En lo que al cine respecta, tampoco puede decirse que la natación haya acaparado la atención de otros deportes (el boxeo o el béisbol, por ejemplo, han provocado toda una cinematografía), aunque una sola película ha quedado en nuestras retinas con la vitola de lo incomparable: El nadador, de Frank Perry. Treinta y cinco años después, todavía nos resulta fascinante el personaje de Burt Lancaster, que recorre, de piscina en piscina, un valle de Conecticut y es capaz de convertir el acto de nadar en una manera de amar, odiar y, en definitiva, habitar el mundo.
Ayer, Erika Villaécija consiguió algo muy importante en la distancia más larga de la natación femenina. Su gesta, desde un deporte que en muchos sentidos sigue siendo exótico, tiene, a todas luces, el valor de una medalla. Erika Villaécija nos ha regalado, en ocho minutos y medio, una formidable lección de lo que es la natación. Y de que siempre, siempre, se nada a contracorriente: contra las adversarios, contra los elementos, contra sí misma.
Iván de la Nuez es escritor.
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