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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pakistán y Al Qaeda

El presidente paquistaní acaba de reiterar su propósito de erradicar el terrorismo islamista. Lo decía tras una larga serie de detenciones, algunas de las cuales parecen haber evitado atentados en EE UU y el Reino Unido y proporcionado pistas sustanciosas sobre Al Qaeda. La energía desplegada por el general Pervez Musharraf en este combate le vale el profundo reconocimiento de Washington, que le incluyó en junio en el selecto club de sus aliados preferentes. Y le sirve como coartada para mantener hibernado el proceso democrático paquistaní -interrumpido por su golpe incruento de 1999-, mientras no deja de crecer el poder de los militares, tradicionales árbitros de la política.

A cambio, Musharraf y su círculo se han convertido en destacado objetivo terrorista. En diciembre, el presidente sufrió dos intentos de asesinato; el pasado julio, Shaukat Aziz, que será en unos días el próximo primer ministro, escapó a un atentado suicida en el que murieron nueve miembros de su comitiva. Musharraf interpreta este acoso como muestra indiscutible de que está acorralando a Al Qaeda en el más turbulento país del sur de Asia.

Pero ésta es sólo una cara de la realidad. Porque las detenciones de sospechosos de Al Qaeda de diferentes nacionalidades, ayer las dos últimas, que demuestran que Pakistán es punto crucial de la red terrorista, no tienen correlato con arrestos de fundamentalistas paquistaníes. Más aún, los partidos extremistas religiosos -su alianza MMA- forman el sostén parlamentario del jefe del Estado. Este pacto contra natura explica que las promesas de Musharraf, hace dos años, de combatir el integrismo y desmantelar sus numerosísimas organizaciones domésticas sean papel mojado. Como lo es su anuncio de entonces de meter en vereda a las madrasas, los seminarios religiosos, viveros de talibanes, donde se inoculan los primeros brotes de fanatismo islamista.

Mientras Musharraf combate a Al Qaeda, la violencia extremista paquistaní crece. El resultado de esta ambivalencia es muy grave para una nación musulmana de 150 millones de personas, frecuentemente convulsionada por las luchas sectarias desde su independencia, hace 57 años. Y que además posee el arma atómica. Una mínima coherencia exige del presidente aplicar el mismo rasero para complacer a Bush que para hacer de su país un lugar más seguro y tolerante. La perversa complacencia entre los militares y el integrismo religioso -tan útil a Islamabad a lo largo de los años, por ejemplo en Afganistán y Cachemira- hace peligrar el futuro democrático de Pakistán y amenaza con sumergirlo en la vorágine fundamentalista.

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