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OLÍMPICAMENTE | Atenas 2004
Columna
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La joya

Empezó la competición de tenis de mesa, pero suena más simpático ping-pong, el nombre comercial patentado desde 1901. Ojalá todos los deportes utilizaran una denominación onomatopéyica para bautizarse. La natación podría llamarse chof-chof; la hípica, potoclop­potoclop, y la halterofilia, ayayay. La máxima esperanza de la delegación española de tenis de mesa era He Zhiwen, un chino residente en Granada, lo cual confirma que lo importante en unos Juegos no es ser extraordinariamente patriota, sino competente en tu trabajo. Por la misma regla de tres, no descarten que, si en alguna ocasión se organiza un campeonato mundial de fandangos, el representante chino sea oriundo de Jerez de la Frontera. Pero a lo que íbamos: el ping­pong.

En la ceremonia de inauguración, aplaudida como una manifestación de buen gusto con un sabor local y, al mismo tiempo, universal, eché de menos a Moustaki. Sus barbas y camisas blancas habrían quedado perfectas bajo el pacífico olivo que cobijó a los autocomplacientes discursos oficiales. Nacido en Alejandria, pero hijo de griego, el cantante representa el vivo ejemplo de buscavidas errante que, a través de la música y de la labia, consigue convertirse en algo tan intangible como embajador sin credenciales del Mediterráneo.

Pero es que, además, Moustaki es un excelente jugador de ping-pong. Lo cuenta el novelista Jerome Charyn en su fantástico ensayo sobre este deporte. Cuando no canta, Moustaki se pega unas partidas sensacionales con unos amigos en París. Charyn habla de los tiempos en los que jugaban en el US Metro de la rue Pascal, con un grupo de exiliados, y cómo luego se iban a comer a un restaurante chipiotra, Les Delices de Afrodita, esa diosa capaz de representar, con salero, condiciones tan aparentemente incompatibles como la belleza, el amor y el matrimonio. En esas memorables partidas y sus posteriores comidas, Charyn descubrió que otro gran jugador de ping-pong había sido el novelista Henry Miller, que había mantenido disputados peloteos con Anaïs Nin, Lawrence Durrell, Brassaï o Man Ray. La imagen de uno de esos mitos con una raqueta de ping-pong en la mano me resulta mucho más simpática que algunas de las obras por las que han pasado a la historia.

Más cosas sobre el ping-pong. Los japoneses, los chinos y los coreanos suelen usar una sola cara de la raqueta para jugar, aunque no consta qué ocurre en caso de que el chino sea, además de chino, español. Y una última historia, que también cuenta Charyn. Alex Ehrich era un judio polaco campeón de ping-pong. Fue detenido por los nazis y llevado a Auschwitz. Allí, un oficial le reconoció y, aunque le hicieron toda clase de perrerías, le perdonó la cámara de gas. O sea: le salvó el ping-pong, uno de los deportes más pacíficos.

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