La tórtola
De vuelta de la Universidad de Verano, de vuelta del éxito y la gloria fugaces, esta mujer de mediana edad cae en la melancolía. Ha mirado cinco veces el correo electrónico y nada, luego ha visto la reposición de Aquí no hay quien viva, luego se ha comido un yogur de coco y después de sentir la felicidad inmediata que sólo puede darnos la comida cuando estamos tristes, ha pensado en comerse otro y otro y otro, pero en la universidad ha hecho amistad con el tenor Suso Mariategui, que le dijo que no sólo no era necesario estar gorda para ser cantante de ópera, sino que normalmente la gordura respondía a problemas psicológicos. Si la ópera ya no es el refugio o la coartada de las gordas, menos será la literatura. Esta escritora de mediana edad no quiere ser una gorda psicológica. Decide pasar a la acción y se da un baño en la piscina. A ella (concretamente) le gustaría bañarse desnuda para sentir cómo el agua hace flotar sus aún turgentes pechos (no tanto como los de Loles), pero esta escritora de mediana edad tiene a su suegra haciendo croché en el porche y las escritoras de mediana edad, aunque escriban artículos porno y sean a la literatura lo que Nacho Vidal al cine, sienten hacia sus suegras un respeto imponente y no pueden concebir el incomodar a una suegra,
y menos aún cuando está haciendo croché para una sábana de la nuera (la escritora melancólica), y ha de mirar cada poco, con una concentración propia de una microbióloga, la fotocopia que guía su "labor". La escritora melancólica ve en su suegra a la Margarita Salas del croché. El santo de la escritora, por su parte, ajeno a la melancolía, o tan acostumbrado a ella que ya ni la nota, corta las zarzas que le han brotado al aligustre mientras tonteaba con las becarias de su señora en la Universidad de Verano. Sólo Chiquitín, ese pequeño yorkshire por el que la escritora melancólica daría la vida, rompe a veces el silencio para espantar a algún pájaro que viene a hurgar en sus cuencos de pienso y de agua. Pero lo hace con cierta desgana, con lentitud, consciente de que ya es un anciano, de que hace poco perdió casi todos sus dientes, de que dentro de poco su dueña le comprará un abrigo burberry para sacarlo a Central Park. La escritora piensa en el futuro haciendo el muerto en la piscina. De pronto siente un silencio raro. Se incorpora y ve a la misma tórtola de todas las tardes. El pájaro, precioso, hace ese sonido sordo y continuo que parece comerse a todos los demás sonidos. Chiquitín en vez de espantarla, se queda quieto, mirándola. El santo de la escritora observa la escena, de pie, tijeras en mano. Y la suegra abandona la labor encima de la mesa y mira como si viera algo que los demás no ven. La tórtola bebe, come, se lava el pico con una tranquilidad impropia de un pájaro que está siendo observado, y deja a nuestra escritora melancólica, a su suegra y a su santo con la duda de si volverá mañana. La suegra vuelve a su labor y dice que a veces piensa que esa tórtola es su marido, que en paz descanse, que viene a visitarla. Ellos piensan, aunque nunca se lo van a decir, lo que les gustaría poder creer lo mismo.
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