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Columna
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La de Troya

Innumerables las veces que se ha pronunciado la frase de que al final de una contienda, aquélla había sido la última. Como el dolor estereotipado de las familias del asesinado, por cualquier causa: "Que esta sangre sea la última...". No habrá más guerras ni matanzas, no más víctimas inocentes (cuando, en principio, la víctima siempre es inocente). Espléndidos y filantrópicos propósitos que jamás se cumplen. En la dilatada lista de eliminados por la ETA, en rarísimas ocasiones se han mostrado los deudos partidarios de la ley de Talión, supongo porque son distintos de los victimarios y a la gente común le impresiona y atemoriza la máquina de la Justicia, quizás porque está mal engrasada y funciona con dificultad, poco tino y entusiasmo.

El ser humano no ha hecho sino guerrear, desde el principio de los tiempos, y en su momento tuvo preeminencia la mujer como protagonista del exterminio de sus adversarios, aunque, conveniente es decirlo, fueron más veces causa -directa o indirecta de muchos conflictos- que fuerzas de choque en la vanguardia amazónica. Se ha estrenado en las pantallas madrileñas, a comienzos del verano, un filme más sobre la guerra de Troya. La excusa parece pobre. Por causa de una señora bastante mona que le puso los cuernos a su marido se enzarzaron aqueos y troyanos en la famosa conflagración que acabó con la flor y nata de ambos ejércitos, caprichosamente patrocinados por los dioses del Olimpo. Pareció que la carnicería no tuvo otro principio, porque en aquellos tiempos ignoraban que cerca de allí dormían vastos yacimientos de petróleo. Aunque ya queda de manifiesto en La Ilíada que el asunto de faldas era secundario y que se combatía para vengar la muerte de Patroclo y reafirmar la influencia de unos cuantos semidioses desocupados. Siempre resulta más estética la referencia de la silueta atractiva de Helena que el perfil rechoncho de un barril de crudo.

En aquellas remotas edades los horrores del combate sólo eran conocidos de oídas. Ahora, en cambio, los vemos en directo y a las tropas, resistentes o invasoras, suelen acompañar, no las cantineras saciadoras del ardor sexual y de la sed de los soldados, sino periodistas acreditados, que nos sirven, en el telediario, lo más duro y mollar de cada batalla. Desde el episodio doméstico de Caín rompiendo el parietal de su hermano, el asunto no ha cesado. Tras cada armisticio, el panglosiano ánimo de no volver a empezar, el propósito de enmienda tiene muy corta fecha de caducidad y las coartadas no siempre son tan finas y sentimentales como las del rescate de Helena, que estaba tan encantada con su Paris como Mateo con la guitarra.

En tiempos pasados las escabechinas fueron más restringidas porque no disponían de otras armas que las fabricadas con sus manos y ahora les llega el arsenal de Terminator siempre que lo paguen al contado. El cuadro se repite con espantable monotonía: cuerpos destrozados, famélicas legiones de mujeres, viejos y niños vagando sin destino, sin agua, sin comida, perseguidos por hermanos de raza, aunque de otra tribu, más feroces que los codiciosos blancos que llegaron al centro de África hace un par de siglos. Llama la atención el aspecto de esa pobre gente que ha adoptado la vestimenta occidental, al menos la mayoría de los hombres, embutido en vaqueros y camisas incongruentemente alegres. Son los mismos que en otras edades, quizás más felices, cercanos a una tierra fértil, acompañados por los gloriosos amaneceres, las lluvias densas y purificadores, los dioses lejanos, pero también cercados por resentimiento tribal de los pueblos próximos, el odio africano que lleva al exterminio del vecino por el hecho de serlo.

Dicen algunos expertos imparciales que aquel enorme continente tiene aún inmensos recursos, mal explotados y peor repartidos, o sea que el problema vive dentro de nosotros. Hasta nuestras costas del sur arriban en pateras y a veces pienso que no se juegan la vida por la mera supervivencia, sino porque quieren otras cosas que ahora conocen y cuya posesión creen que les va a manumitir. Quizás tengan una tenue memoria histórica de tiempos más dichosos y prósperos, que ahora no pueden encontrar en las inmediaciones.

El mundo vive en guerra no siempre declarada, quizás porque faltan pretextos válidos para reconocerlas. Lo de la belleza troyana no estaba mal traído, y es el paradigma de todas las luchas porque, en el fondo, no había buenos y malos entre los combatientes, ni en las naciones que los respaldaban. Ya ven, nuestros ancestros se metían en líos morrocotudos, sin necesidad de tener o no tener el respaldo de la ONU.

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