Los Juegos de la civilización
Los perros callejeros de Atenas no molestarán a quienes asisten a los Juegos Olímpicos. Han sido ejecutados por orden de la autoridad: me sobresaltó, la fugaz imagen, en un informativo, de un amontonamiento de cadáveres desechables, las víctimas de una masacre municipal, última hazaña campeona del mejor amigo del can. Rosa Chacel tiene un poema, Epílogo, dedicado precisamente a los perros de Atenas, que empieza así: "Un dios extraño acecha, con horrible garganta. / Ladrad, ladrad conmigo porque está oscuro en torno". Pues sí, los JJ OO merecen por dicha escabechina, qué no haremos para que el asunto nos quede humanamente reluciente y expresivo. Los Juegos nos representan hoy más que nunca, parece ser. Más todavía que aquellos organizados a la mayor gloria de Hitler, en Múnich, en agosto de 1936, con el aplauso y la asistencia de la flor y nata europeas, con la espalda vuelta a la España que empezaba a desangrarse y en la que estaban a punto de asesinar, por nombrar a alguien, a García Lorca.
Estos Juegos, los de ahora, se inscriben un par de ediciones antes de que nos convirtamos definitivamente en 'Blade Runner'
Estos Juegos, los de ahora, se inscriben un par de ediciones antes de que nos convirtamos definitivamente en Blade Runner. Supongo que lo habrán advertido. Todavía no cae lluvia amarilla sobre nosotros, ni naves cargadas de asesinos a sueldo que buscan replicantes sobrevuelan nuestras desasosegadas azoteas. Pero ese No Va Más de medidas de seguridad, esas pistas vigiladas, esos estadios bajo control, esos atletas inspeccionados por dentro y por fuera -replicantes, ellos sí, quizá: fabricados y mantenidos para que reflejen lo aparentemente sano de nosotros-, y que se convertirán en juguetes rotos en cuanto surja otro ejemplar más rápido, más fuerte, más hábil, o mejor y más disimuladamente dopado... Todo un símbolo de aquello en que se ha convertido el mundo que se quería libre y se proclamaba occidental: una madriguera con protección pagada para la parte dominante de la especie, hoy en peligro.
Podéis trabajar tranquilos, deportistas del 2004, ningún perro abandonado saltará las vallas para morder vuestra mano. Las noticias del frente no llegarán tampoco hasta vosotros.
Casi me alegro de que, ante unos días de tanta aparición musculosa en nuestras pantallas, de tanta exhibición de buena forma, mi querido George Clooney haya decidido engordar una barbaridad para hacer una película. Aunque detesto esa manía de los actores americanos de echarse kilos encima, con lo que a mí me ha costado siempre quitarme unos cuantos. Los actores de otras épocas -cuando el intérprete era la star pero el estudio no estaba sometido a sus caprichos- sólo se afeaban con maquillaje; y el espectador no sufría al verle, participaba del engaño. Pero el Actor's Studio, con su pesado interés en la interiorización del personaje, convenció a estos pardillos de que cuanto más se destrozaran, mejor. Se trata de algo así como la Pulsión Fatal de Stanislavski, puesta en práctica ya en su día por Robert de Niro para hacer Toro salvaje. En mi opinión fue un engaño del director Martin Scorsese, que fue gordo en su juventud -hasta que empezó a doparse como un equipo entero de ciclismo y a ligar con Liza Minnelli- y quería ver a Robert hecho una vaca. De Niro nunca volvió a tener aquel culito prieto de El Padrino II, ni aquellos andares salerosos de caminar por el barrio con el delantal de la tienda de comestibles puestos. Ay.
Me temo que George corre el peligro de perder las hechuras de hogaño para demostrar -el colmo del narcisismo más ridículo- que también él puede ser feo. ¿Por qué no se limitan a dar gracias al cielo y a alegrarnos la vista? ¿O es que Clooney le ha hecho una promesa a su mascota, que es un cerdo?
Claramente, esta crónica me ha salido sombría y zoológica. Rematémosla con este verso de Rosa Chacel, dirigiéndose a los perros de Atenas: "Yo os llamo porque sólo vuestra voz extrahumana debe aullar".
Y nada más.
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