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Reportaje:

Estraperlo en Vallecas

Un grupo de toxicómanos comercializa en un bulevar de Peña Gorbea los artículos robados en tiendas del barrio

Todos los bancos que cercan el bulevar de la calle de Peña Gorbea están ocupados. Es agosto, hace calor, pero bajo la silueta de los edificios y los árboles del paseo, la zona queda en sombra. Una mujer con aspecto muy desaliñado, a la que le faltan varios dientes, se acerca a los mayores sentados en uno de los bancos. Los ancianos no se asustan. Ni se inmutan. La mujer saca un queso de una bolsa de plástico, unas frutas y una botella de gaseosa. Comienza una dura negociación. Regatean. Ella gesticula, amaga con irse, pero vuelve. Un hombre examina los artículos, discute el precio y mira de reojo a su alrededor. Diez minutos después hay trato. Él paga y ella se va con la bolsa vacía.

"Llevan un montón de años haciendo eso, pero la policía les ve y no les dice nada"
Los drogodependientes entran con una mochila vacía y la sacan llena de víveres

Desde hace seis años, esta zona de Puente de Vallecas, muy cercana a un mercado tradicional y a un hipermercado, se ha convertido en un mercadillo de estraperlo. Los vendedores, generalmente toxicómanos, roban los artículos en las tiendas. A veces, por encargo de sus clientes que les entregan "la lista de la compra". Otras veces van deambulando con sus mercancías, ofreciéndoselas a alguna de las decenas de personas mayores que les esperan sentados tranquilamente, tomando el fresco. El comercio se realiza durante todo el día, y por la tarde se desplaza a la boca del metro de Puente de Vallecas. "Así les pillan antes y cogen las mejores ofertas", dice con una sonrisa uno de los empleados de una cercana tienda de ultramarinos. Apoyados en la barandilla, los compradores fingen que esperan a alguien. Pero cuando aparece el vendedor, se abalanzan sobre él. El número de comerciantes que aparecen entre las doce del mediodía y las nueve de la noche de una jornada de agosto es de más de 30.

"No, no..., yo no hago eso. Sé que hay otros que lo hacen, pero yo no". Todos admiten que el trapicheo existe, pero niegan rotundamente que ellos participen. Aunque nadie se esconde para realizar sus compras callejeras. Una señora afirma, poco de después de haber adquirido un queso recién sustraído: "No sé, soy una mujer mayor, se me va la olla...". Pueden llegar a juntarse, fácilmente, hasta 40 usuarios de esta peculiar venta ambulante. "Yo creo que lo hacen para combatir el aburrimiento", comenta otra señora sentada en uno de los bancos, apoyada en su carrito de la compra, quien recalca una y otra vez que ella tampoco participa.

Los productos son más baratos que en el mercado. Mucho más baratos: hasta un tercio menos de su valor real. Los hay de todo tipo: desde desodorantes y champús hasta jamón cocido, salchichón, chuletas de cordero y latas de conserva. El producto estrella, lo que más se demanda, "son las latas de anchoas Lolín, que cuestan 25 euros y aquí las vendemos por cuatro o cinco", explica Alfonso, que acaba de intentar vender unas latas de conservas. Los clientes aprietan, regatean hasta la extenuación del vendedor, que muchas veces está acuciado por la urgente necesidad de su dosis de droga.

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Alfonso está limpio, ya no está enganchado. Su buen aspecto físico confirma sus palabras. Tiene un hijo de dos años, y dice que se puede vivir muy bien de "este negocio". "Puedes sacar entre 40 y 50 euros de cada entrada

[cada vez que entra a robar en un super-mercado], y llegas a hacer cuatro o cinco entradas al día". Entre sus clientes no sólo están los ancianos: "A veces me piden de algún bar 40 0 50 latas de conservas de algún alimento para que les salgan más baratas las tapas que ponen con las cañas".

El procedimiento para robar es muy sencillo. Los toxicómanos entran con una mochila vacía y salen con ella llena: "A veces los del supermercado saben que has robado, pero no se quieren meter en líos y te dejan en paz", comenta Ana, otra vendedora ambulante.

A Alfonso una vez le pidieron que abriese la mochila. Llevaba cinco bandejas de carne en su interior. Salió del paso susurrando al guardia de seguridad: "Soy guardia civil y llevo la pistola ahí guardada". Otras veces no ha tenido tanta suerte y ha pisado la cárcel en varias ocasiones.

Ana se lamenta de la dureza negociando de sus clientes. Muchos de ellos aguardan a la llegada de la tarde porque saben que los toxicómanos empiezan a sentir "el malestar" -el síndrome de abstinencia- y así es más rápido llegar a un trato. "Son unos cabrones. Si ven que te has quedado colgado con un poco de jamón, se te lanzan ofreciéndote un euro", dice un vendedor.

En el barrio todos conocen el sistema. Pero nadie reconoce utilizarlo. La edad de las señoras y señores que frecuentan este peculiar mercadillo es bastante alta. No se ve a nadie joven sentado en los bancos o apoyado en la barandilla de la salida del metro. "Llevan un montón de años haciendo eso, pero la policía les ve y no les dice nada", comenta el dependiente de una frutería próxima. "A nosotros no nos afecta, porque no suelen robar fruta", asegura, aunque parece muy molesto por el trapicheo que se desarrolla a unos diez metros de su establecimiento. El resto de los comerciantes de la zona también niegan que sus negocios se resientan por estas prácticas delictivas.

Una de las mujeres sentadas, con el carrito apoyado en las rodillas asegura que "algunos revenden luego la mercancia más cara". Naturalmente, ella nunca ha comprado nada, pero "todo se sabe en un barrio como éste".

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