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“Este es el país de los centenarios y las gambas con gabardina”

Eduardo Arroyo se encuentra inmerso en la melancolía, activa y adictiva, de acercarse a su vejez

El pintor Eduardo Arroyo.
El pintor Eduardo Arroyo.Luis Magán

Una tarde de siesta rota en el barrio del Viso madrileño. Eduardo Arroyo está aristocráticamente repantigado en la penumbra.

"Sobre todo no hablemos de mí, por favor".

Pregunta. Pues hablemos de ese libro que piensa sacar pronto.

Respuesta. Son 121 óleos pequeños, de los que se te resbalan debajo del brazo y te manchan. Una especie de diario literario y pictórico en el que hablo de cosas disparatadas, como ese cadáver de jabalí de 150 kilos que apareció en la calle de Mejía Lequerica de Madrid. Salió en los periódicos.

P. Sus cuadros tienen algo de crónicas. ¿Herencia de sus estudios de Periodismo? Por cierto, que aún no se ha borrado de la asociación. ¿El seguro médico, quizá?

R. El periodismo fue fundamental para mí. Hemingway y Dos Passos fueron un modelo, ese mito del periodista que empieza llevando el café me enseñó a pintar y a escribir con minúsculas. Cuando falta la inspiración hay que echar mano de la poesía y el periodismo. Y en cuanto al seguro, no lo he necesitado. Dicen que tengo buen aspecto.

P. ¿Ningún achaque?

R. No, pero tendré que hacer lo scongiuro, eso que hacen los italianos echándose mano a los huevos. Allí lo hacía mucho, por contagio.

P. ¿Y toreó también mucho?

R. Seamos razonables, que ya soy mayor. Pero sí, anduve ocho años en Milán, Roma y Venecia, y fueron muy intensos: me festejaban mucho, quizá porque era el único español que conocían.

P. Pero en aquella época también estaba allí Alberti.

R. No, Alberti llegó más tarde y era un coñazo, perdonadme.

P. ¿Fue entonces cuando conoció a De Chirico y Giacometti?

R. Sí, y a ninguno de los dos les dije que pintaba. No por nada. Por pudor, simplemente.

P. ¿Será su vena leonesa, que hoy está tan en boga?

R. León no existe, pero das una patada y aparecen cien. Lo leonés ha sido clandestino hasta ahora, que hemos llegado al Gobierno. O al menos eso esperamos.

P. Por lo pronto usted ha llevado un festival de música a su pueblo, Robles de Laciana.

R. Lo hacen músicos; yo no me meto, soy un analfabeto musical.

P. Pero si ha hecho escenografías de ópera con los mejores...

R. Sí, pero el decorador es la cuarta rueda, va después de los cantantes, los directores de orquesta y la orquesta. Aun así, la ópera me divierte y me exalta.

P. ¿Es un espectáculo de mucho vuelo?

R. No creo mucho en eso. Prefiero huir de lo trascendental y volar bajo. En este país todo Dios levita... Desde san Juan y santa Teresa, ¡todos a levitar!

P. Para volar bajo, esa anécdota de Carmen Amaya con las sardinas asadas que pintó usted.

R. Sí, recuerdo que estaba en avería, seco, y la leí en un artículo de Quiñones: como no les gustaba la cocina internacional del Waldorf, asaban las sardinas en el jergón de la cama. Maravilloso. Luego me enteré de que en París hacían paellas en el pasillo.

P. ¿Prefiere ese mundo al de Dalí, por ejemplo?

R. Dalí fue buen escritor y buen pintor hasta que decidió no serlo y se convirtió en aburrido.

P. ¿Y eso cuándo fue?

R. Hacia los años cuarenta se volvió detestable. Pero estamos en su centenario y se supone que debemos hablar bien de la gente en sus centenarios. Éste es el país de los centenarios y de las gambas con gabardina. Aquí todo se arregla cuando se abre la cortina y aparece un camarero con una bandeja llena de gambas con gabardina.

P. ¿Cómo le gustaría que celebraran su centenario?

R. Queda lejos, es en 2037, y espero que para entonces hayan desaparecido los centenarios. Y las gambas con gabardina.

P. ¿Pintar sigue siendo un reto?

R. Cada cuadro es un problema y una frustración. Sabes que esa batalla no la ganarás jamás. Sobre todo si tienes que pintar unas manos. La historia del arte está llena de manos escondidas detrás de un florero. Pero hay que asumirlo: algo hay que trampear.

P. Así que se enfrenta a lo suyo con cierto aire derrotista.

R. No. Pinto todos los días y he tenido suerte. Esta profesión está llena de gente que se ha quedado en la cuneta. Lo que siento es haber sido autodidacto. Es curioso, siempre he presumido de ello, pero ahora pienso que hubiera debido pasar unos años en alguna escuela. Así no habría perdido tanto tiempo aprendiendo obviedades.

P. ¡Pero si ya es un gran consagrado y vende como una fiera!

R. ¡No sabéis la cantidad de invendidos que tengo!

P. ¿Qué tienen los boxeadores y los toreros que tanto le gustan?

R. No sé, quizá la disciplina que sangra, sus pequeñas mitologías contemporáneas, o el hecho de que son oficios que se aprenden con maestros. Yo no he tenido maestros. A lo mejor es una cosa poco moderna, pero me falta eso.

P. ¿Añora su infancia?

R. No. Estoy en una melancolía activa y adictiva, pero no tiene que ver con el pasado, sino con las ganas de acercarme a mi vejez, al final. Creo que me encontraré más sereno, aplacado. Con ganas de ver, mirar, observar y estar más atento a las cosas, pero menos implicado en ellas.

P.¿Qué es lo mejor y lo peor que ha hecho con su vida?

R. Lo mejor, pensar que un artista lo es desde el principio al final. Y lo peor... haberle robado tiempo a la pintura.

El humor del francotirador

A Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) pocas cosas le dejan frío. Últimamente quiere ganarse un poco de calma, pero siempre ha andado metido en mil batallas que reflejan la visión del arte de un francotirador con humor. Lideró la figuración crítica, estudió periodismo en Madrid y se exilió a Francia e Italia, donde se convirtió en artista reconocido cuando el Centro Georges Pompidou le hizo una antológica. En España salta a la fama y la cotización en los años ochenta, cuando regresa del exilio y asienta sus raíces entre Madrid y su tierra de origen, en León. Ha ejercido el periodismo y ha escrito ensayos como Panama Al Brown, Sardinas en aceite o El Trío Calavera, donde declara su amor por el romanticismo radical de personajes como Goya o lord Byron.

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