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PERFILES DE CINE | Robert de Niro | GRANDES ESTRELLAS

El hombre que sabe mirarse

Aunque entre sus antepasados hay más irlandeses que italianos, Robert de Niro tiene para mí un aire de familia no por inexplicable menos contundente.

A veces lo veo reírse y es como si uno de mis hermanos me hiciera un guiño desde el más allá de una película de gánsteres. A veces lo veo manejar un camión en el que lleva a su hijo, lo veo fruncir los ojos en ese gesto con el que explica al mismo tiempo la sorpresa, el encanto, la complicidad, y algo veo en él que he visto antes y veo a diario: quizá el sentido del humor. Y seguramente el sentido del ridículo.

Robert de Niro es un hombre que sabe mirarse. Y que no se ha permitido el privilegio equivocado y el desastre de quienes se niegan a envejecer, de quienes no quieren darse cuenta de que, al menos en público, al menos en la pantalla, hay momentos para todo, momentos en los que es mejor ser un hombre que vigila a su hijo de siete años que un tardío galán de niñas en la preparatoria.

He llegado a creer que De Niro igual podría ser uno de mis tantos primos y haber cenado pasta con nosotros

De Niro tiene, para el gusto de mis ojos empeñados en creer que el cine es mejor que la vida, la extraordinaria virtud de la naturalidad. Seguramente hay detrás de su comportamiento frente a las cámaras muchas horas de trabajo, una intuición extraña y un esfuerzo de años dedicado a conseguir el milagro de representar a una persona sin que parezca que tras ésta hay un actor. Igual que sucede con los buenos escritores, parece que toca las cosas con su encanto y que las cosas salen como de milagro, como si no costaran trabajo, como si fueran un juego. Y sí, hay un juego de artificio dedicado a esconder el artificio, a negarlo, a engañar a los otros fingiendo que es sencillo lo que a ratos parece imposible.

De Niro es todo menos un pesado al que uno le nota que está guiñando el ojo porque el guión o el director le indican que lo guiñe. Hace las cosas, seguramente arduas, como si las hiciera al pasar, como si estuviera previsto desde siempre que él sea una tarde Al Capone y la otra un hombre que se durmió cuando era niño y vino a despertar cuando estaba empezando a perder el pelo.

Nunca, mientras lo vemos actuar, nos interrumpe el recuerdo de que tiene cinco hijos con tres distintas mujeres. Ni el de cómo es su casa o de cuántos restaurantes es dueño. Siempre, por encima incluso de la vanidad trivial: las arrugas, los lunares, el peso, la esclavitud del cuerpo al deber ser de las primeras planas, De Niro quiere ser un actor al que uno le cree que es el hombre al que representa. Y esto, que parece un requisito vital para ejercer su profesión, es no sólo difícil sino extraordinario.

¿Cuántas veces decimos: esa película de Charlton Heston en la que sale de Ben Hur? Nunca decimos esa película de Robert de Niro en la que sale de taxista. Decimos el enloquecido personaje de Taxi driver, y luego, pero muy luego pensamos, ése que en otra parte, en otra puerta, se llama Robert de Niro. Porque De Niro no representa a De Niro, sino que se convierte en quien sea necesario convertirse. Hay una sencillez en esta actitud que no es frecuente en otros actores. Lo mismo cuando juega con un bebé en las escaleras de una casa en los treinta, que cuando se encamina con una sangre fría que es un deleite, a matar al primer enemigo del barrio, De Niro es un actor al que uno olvida en nombre del nombre que hace suyo. Por eso le creemos cuando representa al joven Vito Corleone, porque actúa con el conocimiento preciso de que le toca ser un joven que ya vimos de viejo en el gesto y el genio de Marlon Brando convertido en don Corleone. Le toca ser un personaje al que no puede traicionar siendo Robert de Niro, al que tiene que serle fiel convirtiéndose con su gesto y su genio en el joven Vito Corleone. El Corleone que ya era parte de nuestra imaginación, el viejo Corleone que nos dio Marlon Brando antes de que la industria y Coppola buscaran su memoria, su desconocida pero no inexistente juventud, y la encontraran en los ojos de venado que puso en ella Robert de Niro.

Marlon Brando y De Niro tuvieron para su fortuna y la nuestra un doble deber: representar a un hombre que rompe con la ley y convive con la atrocidad, al mismo tiempo en que es un respetado y vulnerable, incluso sabio y generoso padre de familia. Coppola no quiso filmar la historia de Vito Corleone como una historia de la Mafia, sino como la historia de una familia que crece, para su bien y su mal, que se gana la vida y el derecho a vivirla en un país ajeno al que va haciendo suyo al tiempo en que éste crece con la brutalidad y la riqueza con que creció Estados Unidos.

En la segunda película de esa serie que se ha vuelto patrimonio de algunos cinéfilos y de muchos presos de la incurable manía del cine de ficción visto como documental, Vito Corleone carga a su hijo Michel, lo hace despedirse de sus parientes desde el andén de unos trenes en Sicilia y, cuando esto sucede, Michel, bajo nuestros ojos, ya había sido Al Pacino y había estado en Sicilia, y ahí se había casado y había perdido a una de las dos mujeres de su vida. ¿Y De Niro? De Niro estaba siendo Vito Corleone cuando era joven. De Niro no sabía que su hijo iba a crecer para ir a la guerra y volver a matar a quien quiso matarlo. De Niro era Vito Corleone y no había visto nunca la película con su vida futura.

Cuento esto, evoco esto, pienso en De Niro cargando a un niño vestido con un abrigo de lana y es como si un pariente, al que nunca vi y sin embargo tengo visto desde quién sabe cuándo, estuviera en la pantalla, con mi pasado a cuestas y un gesto de futuro que no puede perderse ni en las peores contiendas.

Como se nota, aunque ni el abuelo de Robert de Niro ni el de Coppola ni el de los nietos de Corleone hayan perdido el rumbo que los condujo a la tierra de la gran promesa, y sí lo haya perdido mi abuelo, que en lugar de llegar al Greenwich Village, en Nueva York, vino a dar a México para pasmo y dicha de toda su descendencia, aunque yo no sepa de los inmigrantes italianos en Nueva York sino lo que he visto en el mucho cine sobre el tema que he visto, yo, rara y mitómana, perfecta presa del cine, he llegado a creer que Robert de Niro igual podría ser uno de mis tantos primos y haber cenado pasta con nosotros un día y otro, hasta ver a mis hijos creciendo para saberse parte de su misma historia.

Tres muestras del eclecticismo del actor. De izquierda a derecha, Robert de Niro, en <i>Taxi driver,</i> <i>El Padrino </i> y Toro salvaje.
Tres muestras del eclecticismo del actor. De izquierda a derecha, Robert de Niro, en Taxi driver, El Padrino y Toro salvaje.
Robert de Niro, en la película <i>Una terapia peligrosa</i>.
Robert de Niro, en la película Una terapia peligrosa.

Un trabajador excepcional

De Niro, hijo de una pareja de pintores. Comenzó a tomar clases de interpretación cuando era niño, luego estudió con dos de los grandes mitos de la época: Stella Adler y Lee Strasberg. Al poco tiempo se dedicó a actuar en Brodway y se convirtió en profesional a los 16 años. Después de haberle visto actuar en un grupo estudiantil, Brian de Palma le ofreció un papel en su primera película, The Wedding Party. Sin embargo, a pesar de haber empezado tan joven, tuvo que esperar "hasta los 30 años", dice la Internet, como si 30 años pudieran llevar un "hasta" para que se reconociera su trabajo como algo excepcional. Eso sucedió con su interpretación en Malas calles (1973), de Martin Scorsese, quien se convirtió a partir de entonces en su amigo, su maestro y su colaborador. Su actuación en Malas calles le fue recompensada con el Premio de los Críticos de Nueva York. A este premio siguieron el Oscar como actor secundario por El Padrino II y dos nominaciones consecutivas en los años 1976 y 1977 por Taxi driver y El cazador. En 1980 ganó un Oscar como mejor actor protagonista por su interpretación de Jack La Motta en Toro salvaje. Diez años después, en 1990 y 1991 la Academia reconoció su trabajo en Despertares y en el remake de El cabo del terror.

Al poco tiempo debutó como director en Una historia del Bronx, esa película digna de verse la tarde de un martes y amanecer al miércoles con ganas de seguir viviendo. La produjo TriBeCa Productions, la compañía productora del ensimismado De Niro, del hombre que puede sonreír como la Mona Lisa, del personaje que mira a otra parte y pregunta como quien sueña: Are you talking to me?

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