Placebo anodino
Una vez más nos dan la matraca con la ofensiva contra los productos inútiles o perniciosos que atentan contra nuestros bolsillos y, en ocasiones, contra la salud que pretenden conservar. Se echa de menos una aduana, un filtro previo donde se examine, contenga y rechace la gran cantidad de supuestos medicamentos para enfermedades muchas veces imaginarias. Quizás revolviendo cajones oficiosos surja periódicamente la necesidad de que las autoridades sanitarias se enfrenten con los bálsamos y purgas de Benito cuya sola virtud, dudosa, es que no causen daño serio en la salud pública. De vez en cuando se escucha la voz de alerta contra determinados productos que se venden en las farmacias, queda de manifiesto su falsedad, se retiran de los estantes, para volver, con otras o parecidas etiquetas. Decimos deliberadamente enfermedades imaginarias porque, de forma sutil y perversa, los desaprensivos fabricantes de tales píldoras, ungüentos, dietas y tratamientos se encaminan hacia problemas cuya solución no está en la botica. A veces, en el mejor de los casos, ni siquiera son problemas.
En vísperas de la temporada estival surgen, como hongos, remedios infalibles contra la obesidad. Conocedores los granujas de la naturaleza humana saben lo importante que es para gran número de mujeres -y creciente de hombres- estar delgado, conservar la línea, aunque no se sepa nunca con certeza cuál es nuestra línea, peso y volumen adecuados y óptimos. Esto viene apoyado por la traza esbelta, a menudo falsamente esquelética de las famosas que vemos en la televisión y demás medios. Lanzada la referencia sobreviene el negocio basado, como casi todos los fraudes, en la complicidad inocente de las presuntas víctimas. Para conservar la silueta -salvo trastornos específicos que requieran intervención médica- lo normal es privarse de algunas cosas: el pan, los dulces, la pasta, las bebidas alcohólicas o gaseosas... en fin, casi todo lo que nos agrada. La estafa consiste en aliarse con la debilidad humana y sustituir la fuerza de voluntad y el sacrificio por unos comprimidos o unas tisanas.
Que funciona lo tenemos en la sorprendente noticia de que, a estas alturas, aún hay personas a quienes timan con el tocomocho, basado en la codicia de quienes creen que un infeliz subnormal posee un billete de lotería premiado que se le puede birlar en base a su ignorancia. El cómplice del fingido tonto excita la avaricia ajena para acabar desplumándole con recortes de periódico.
Tiene su concomitancia con los maravillosos planes de adelgazamiento, para conciliar el sueño, para recuperar energías perdidas, etcétera. La vía natural requiere esos sacrificios y abstinencias que estamos dispuestos a ahorrarnos. Deseamos, necesitamos creer que las pócimas o las dietas anunciadas se llevarán nuestros kilos y nos devolverán el vigor de los años mozos, desatrancarán las narices para evitar los ronquidos y nos encontraremos plenamente en forma. En el mejor y más frecuente de los casos, son placebos, sustancias que responden al significado de esa palabra, el futuro imperfecto del verbo latino placere, agradar a poca costa. Entre los médicos es algo que, careciendo de propiedades terapéuticas, produce un falso efecto curativo de muy poca persistencia.
Es pariente próximo del producto antidoloroso que disipa las jaquecas, lumbagos, artritis, fuera de las prescripciones facultativas. La palabra antidolor, en griego es anodino, y no olvidemos que, en aquellos tiempos del nacimiento de la Medicina, salvo el opio y sus derivados, pocas drogas vencían el padecimiento agudo. Fue cuando se inventaron los anodinos, estrambóticos enjuagues hechos con sangre de dragón (¿en qué supermercado la encontramos?; ni en El Corte Inglés) al que añadir hígado de sapo, saliva de culebra y sudor de hormiga, todo ello revuelto y cocido al baño maría una noche de plenilunio. Si el curandero gozaba de cierta reputación, los enfermos sentían alivio, que duraba poco y aquello era menos eficaz que una aspirina, algo así como la tortilla de patata sin patata ni huevo, quizás la mejor definición de lo que es anodino.
Y siempre estamos en las mismas. Lo que hoy se prohíbe surgirá mañana con otro nombre y distinto envase. Da la impresión de que al ser humano lo que más le gusta es que le engañen. Las autoridades sanitarias deberían espabilarse algo más, quizás ilustrando a la ciudadanía ante el despilfarro en placebos y anodinos.
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