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RELATOS

Tardes de siesta

Para llegar a la casa de campo de Tío Ángel hay que jugar un poco a los exploradores e internarse en un mar de espigas, seguir el serpenteo de un sendero, esquivar algún olivo solitario y respirar bajo la sombra de un bosque de chopos. Si cierro los ojos ahora, así, no importa dónde me encuentre ni si mamá me llama para comer o bañarme o pronuncian mi nombre para salir a la pizarra, puedo regresar hasta la casa sin moverme del pupitre, rodearla desde el camino que conduce hacia el bosque y el pueblo, apreciar su arquitectura que desde siempre me recordó el esqueleto de una tortuga sin saber por qué, porque la única tortuga que conozco es la de mi amigo Alberto y jamás le he visto el esqueleto, y contar los ladrillos de la fachada que sobresalen como riscos, esos mismos ladrillos que una vez Tío Ángel tuvo que escalar para alcanzar el tejado y arreglar una gotera. A Tío Ángel le es más difícil que a nadie practicar alpinismo porque no tiene brazo izquierdo, a partir del codo sólo lleva aire dentro de la manga, a veces a Paula y a mí nos da reparo mirarle esa boca negra que pasea en el filo de la chaqueta; lo más probable es que una de esas máquinas con las que trabaja en la central le haya mordido y le haya arrebatado la mano, pero cuando le preguntamos Tío Ángel pone cara de misterio, oscurece la voz y asegura:

"Cada año, al acabar el colegio, en esa época en que la luna se vuelve gorda y amarilla como membrillo y los grillos organizan orquestas debajo de las ventanas, mamá hace zafarrancho en casa"
"Las vacarmes anidan en el fondo de la casa, entre una red de túneles y recovecos excavada bajo el campo de espigas. No las hemos visto nunca, ni querríamos nunca verlas..."
"A Paula también le cuesta cesar, apagarse, dejar vacío ese cuerpecito castaño suyo lleno de calcomanías y postillas, pero se aprieta valientemente a Don Patapum y cierra los ojos..."
"Oigo muchas palabrotas, el hijo del jardinero huye llevándose la camisa en el puño. Sonia está llorando y me golpea en las mejillas, pero accede a regresar conmigo dando traspiés"
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La globalización pone en peligro la siesta

-Me lo arrancó una vacarme.

Cada año, al acabar el colegio, en esa época en que la luna se vuelve gorda y amarilla como membrillo y los grillos organizan orquestas debajo de las ventanas, mamá hace zafarrancho en casa y se dedica a guardar las mantas en los armarios como si fueran animales peligrosos. Nos ordena a Paula y a mí estarnos quietos, respetar los sillones, no subirnos con los zapatos puestos, no arrastrarnos por los rincones ni ejercitar nuestras aptitudes artísticas con los rotuladores sobre las paredes del salón; cuando papá vuelve del trabajo y mamá le murmura nuestras hazañas con cara de haber masticado un limón él se ríe y nos pregunta si ya hemos empaquetado los juguetes. Porque dos días después de acabar el colegio nos metemos en el coche, a presión igual que todos los enseres y las maletas que ocupan la parte de atrás, papá conduce por una autopista larga como una tarde de verano, hasta una gasolinera donde mamá toma el relevo. Hace calor en la carretera, el sol se pega a la ventana y abre piscinas en el asfalto, Paula es estúpida, me da con los codos en las costillas, dice que no dejo espacio para Don Patapum en el asiento, pero a mí Don Patapum me importa un pito, así que lo empujo de mi lado hasta que Paula empieza a gritar y me pega y yo le tiro de los pelos y papá tiene que arbitrar con voz severa y dirigirnos amenazas. Al final del viaje, detrás del bosque y las eses del sendero que todavía puedo contemplar si cierro los párpados, debajo de un cielo de cristal caliente, se encuentra la casa de Tío Ángel.

No sé en qué gastan papá y Tío Ángel las mañanas; nosotros apenas nos movemos de la piscina, a pesar de que cuando Paula se pone pesada sólo dedica atención a Don Patapum y sus largos bigotes espirales, y de que mi prima Sonia es una persona estirada y desagradable, con la que no se puede jugar. Cuando Tía Charo no la ve se coloca su ropa en secreto y se mira desde todos los ángulos en el espejo del dormitorio: tiene un hermoso rostro salpicado de lunares y un chorro de pelo amarillo que le baña hasta los omóplatos, pero a pesar de que las revisa cada día y quiere alentarlas con caricias y empujones, las dos cositas que le abultan en el pecho no crecen ni se elevan como ella desearía. Hace un par de veranos se arrojaba con nosotros a la piscina, competíamos y jugábamos a la gruta submarina y hasta acunaba a Graógraman (el antecesor de Don Patapum, hoy encarcelado en el sótano), pero ahora se sienta aparte sin mezclar sus rodillas con las nuestras, e incluso sé que se ha enfadado cuando Tía Charo la ha condenado a seguir durmiendo en el mismo cuarto que nosotros.

Porque aquí, a pesar de que el sol sigue ardiendo encima del tejado y el campo chirría de cigarras, estamos obligados a dormir cada tarde, después del almuerzo. A nosotros no nos gusta, el sol riela en los vasos de limonada y hay tiempo para flotar en la piscina o correr en persecución de algún monstruo hasta el edificio del trastero, donde Tía Charo nos prohíbe acercarnos: por eso recibimos con un pataleo la orden de arrastrarnos hasta el dormitorio e introducirnos en la cama, en medio de esa oscuridad de tumba egipcia que mamá impone al bajar las persianas. A veces nos dormimos con rapidez porque la mañana ha resultado ardua: ha habido que abordar algún galeón o rastrear la huida de una tribu enemiga por las faldas del Kilimanjaro, así que los músculos pesan y el cuerpo se vuelve paja y caucho. Pero otras, Tío Ángel tiene que sentarse sobre mi cama o la de Paula, ordenar silencio llevándose un dedo a los labios y esbozar una amenaza:

-Si no os dormís, llegarán las vacarmes.

Las vacarmes anidan en el fondo de la casa, entre una red de túneles y recovecos excavada bajo los campos de espigas. No las hemos visto nunca, ni querríamos nunca verlas, porque Tío Ángel dice que son horribles, con hocicos de hiena y una furiosa fila de dientes erizándoles las bocas. Pero hemos visto sus huellas, que Tío Ángel o papá nos han mostrado alguna vez, huellas que se parecían mucho a las de Lalo, el perro del jardinero que a veces nos visita procedente del pueblo, aunque tal vez algo más profundas y malvadas. Y una vez, después de cenar, en que oímos desde el porche cómo sombras lejanas aullaban en el horizonte, Tío Ángel las identificó como las vacarmes que echaban de menos a sus crías. Las vacarmes son hostiles, arañan sin cesar los cimientos de la casa con sus garras buscando hacerla caer, para que los pilares se desmigajen; una vez ocurra eso, penetrarán por las ventanas y nos comerán, porque les encanta la blandura de la carne humana, y sobre todo la de los niños. La única forma de evitar ese asalto es dormir: cuando dormimos, las vacarmes creen que la casa está vacía y pierden interés, se van a buscar presas a otra parte o se dedican a dibujar aspas en la tierra con el rabo, que es a lo que se dedican las vacarmes cuando no tienen de qué ocuparse.

Por eso, siempre que llega la hora de la siesta yo me mantengo muy quieto encima de la cama, aguardando un sueño que se retrasa como un tren averiado, y mientras tanto recorro con la vista el techo de la habitación y voy de esquina en esquina, o aprecio las sombras azules que la luz de la tarde traza sobre el yeso al atravesar las persianas. A Paula también le cuesta cesar, apagarse, dejar vacío ese cuerpecito castaño suyo lleno de calcomanías y postillas, pero se aprieta valientemente a Don Patapum y cierra los ojos hasta que se le frunce la cara, con una vehemencia que sólo le conozco a su boca cuando hay espinacas para almorzar. Así esperamos que el sueño llegue a nosotros en medio de la casa desierta, en medio de un silencio blando y elástico que sólo muerden las chicharras desde el otro lado de los postigos, y a mí me da por pensar que el sueño avanza desde sus territorios hacia los campos de espigas, recorriendo túneles, deslizándose sobre los rieles, recogiendo viajeros cansados en los apeaderos de pueblo, y que pronto penetrará en la estación en que nos encontramos con una locomotora que suspira al bloquear los frenos. No podemos realizar un solo movimiento que advierta a las vacarmes, así que desapruebo el alboroto de la prima Sonia, que brinca sin cesar de la cama al suelo y vuelve a derrumbarse sobre la colcha, espía a través de las persianas como para comprobar que esas alimañas todavía no cercan los porches, luego se prueba ropas delante del espejo y se calza sus zapatillas de esparto. Demasiado trajín, demasiado rumor de pies sobre la solería, de ropas que caen y suben y el cabello de Sonia crujiendo bajo su cepillo.

-Sonia, tienes que dormir -le digo-. Si no duermes, vendrán las vacarmes.

Ella me replica con una sonrisa extraña, esa misma clase de sonrisa con que a veces papá examina mi boletín de notas cuando no todo ha ido tan bien como debería. Dice que no va a pasar nada, que ella está vacunada contra las vacarmes, que somos nosotros los que debemos continuar durmiendo. Y colocándose un dedo sobre los labios, igual que Tío Ángel, sale de puntillas de la habitación envuelta en una nube de perfume, con un vestido de flores azules que hace los bultos de su pecho más valerosos y auténticos. Yo no puedo ocultar mi temor: la huida de Sonia a través de las espigas puede alertar al enemigo, hacer que esas criaturas terribles se sacudan en el fondo de sus grutas y vuelvan a afilar sus uñas contra los cimientos de la casa. Finalmente me duermo yo también, con un sueño intranquilo que se parece al polvo de carbón o a la ceniza, y en el momento de despertar veo que Sonia regresa con el cabello más agitado, los ojos brillantes, como si hubiera estado contemplando una hoguera durante muchas horas seguidas. En el momento en que se cambia de nuevo frente al espejo veo que sus muslos tienen marcas de cardos y guijarros y que el sol ha barnizado su piel volviéndola más opaca y más firme. Después se vuelve hacia mí y repite el gesto del dedo sobre los labios.

-Las vacarmes me conocen y no nos harán nada -susurra-. Pero esto será un secreto entre tú y yo: los mayores no deben saber nada, ¿de acuerdo?

De acuerdo: no mencionar en presencia de papá, mamá ni los tíos que cada tarde, a la hora de la siesta, mientras el resto de la casa se sume en un sopor lleno de cigarras que debe salvar nuestras vidas, Sonia vuelve a acicalarse, aprueba o reprueba a la joven que se le aproxima desde la frontera inversa del espejo, y en un círculo de olor a perfume y telas sueltas desaparece durante un par de horas hacia el campo de espigas. Pero yo sigo temiendo un desastre, no acabo de creer del todo que ella sea tan amiga de las vacarmes como asegura, porque si no, ¿por qué no habla con ellas para que se marchen y nos dejen en paz de una vez y no haya que celebrar diariamente, tarde a tarde, esta ceremonia absurda de dormir a la luz del día, y convertir la casa en un mausoleo? Por eso a veces dudo, observo con temor cómo Sonia sale a campo abierto y se deja duchar por el sol de la tarde, cómo huye a pasos cortos hacia el bosque de chopos mientras las espigas le picotean el festón de la falda. Ya me parece percibir un resquemor, un leve murmullo debajo del suelo, como el rugido de un avión que llega rajando el aire desde el centro de la tierra, y a veces, lo confieso, estoy a punto de desahogarme con mamá o la Tía Charo, revelarles que la prima nos está poniendo en peligro a todos, que en vez de dormir la siesta escapa hacia el bosque y puede ser la responsable de que la casa se hunda en el fondo de los abismos con todos nosotros dentro.

Durante dos noches en que tampoco puedo pegar ojo lo calculo y lo resuelvo, tengo que tomar cartas en el asunto de alguna manera, también yo estoy involucrado, si la casa cae también a mí podría salpicarme una culpa oblicua. Al llegar la tarde me hago el dormido, compruebo que Paula y Don Patapum no constituyen un problema, inertes y vacíos como están ambos encima de la colcha de ella, aguardo a que Sonia ejecute su liturgia delante del espejo y regresen la aureola de perfume y la estela de cabellos. Tengo miedo, por supuesto que tengo miedo al salir yo también afuera, debo entornar los párpados porque el sol parece ahora más sólido y caliente y feroz, sigo la silueta de Sonia a través de las espigas, pinchándome los tobillos, con la salmodia de las cigarras percutiéndome en las sienes. El vestido azul no es difícil de seguir: lo veo internarse en el bosque de chopos, corro a su zaga, aquí la altura de los árboles nos protege del plomo derretido que en vez de aire circunda la casa. Estoy a punto de descubrir el secreto de Sonia, cuál es el motivo de que cada tarde, desoyendo mis súplicas, arriesgue la vida de toda la familia para refugiarse aquí, en este rincón del bosque con el suelo tapizado de hojas amarillas donde espera alguien, un muchacho que conozco, es Jaime, el hijo del jardinero, el que suele pasear a Lalo, el pastor alemán, y que hoy viste una camisa blanca algo abierta en el pecho, que permite ver un triángulo de cuero tostado. Desde detrás de un tronco contemplo cómo la mano de él comienza a descorrer los cabellos de Sonia, esos cabellos que durante tanto rato ella ha gobernado y aplacado frente al espejo, la mano desciende hacia la cintura, hay sonidos blandos y mojados, el sonido que producen las herramientas del jardín al caer por error en la piscina, no quiero mirar, algo me da vergüenza, hay como un combate, como una pelea parecida a la que Paula y yo libramos cuando Don Patapum se pone demasiado pesado, pero aquí es tibia y brusca y más urgente. Yo debo intervenir, estoy aquí por algún motivo, hay que salvar la casa, papá, mamá, Paula y los tíos y hasta Don Patapum duermen apaciblemente sin sospechar nada, sin entrever que ese sueño puede conducirles a otro lugar más oscuro, más lejano y fatal; doy un paso al frente y entono con voz grave:

-Sonia, tienes que volver a la cama.

Oigo muchas palabrotas, el hijo del jardinero huye llevándose la camisa en el puño, Sonia está llorando y me golpea en las mejillas, pero accede a regresar conmigo dando traspiés. Su piel vuelve a ser débil y pálida, algo rosada en las mejillas, y de repente parece haber retrocedido dos veranos o más y pertenecer a aquella niña de pelo arenoso que forcejeaba con nosotros en la piscina hasta conseguir el triunfo o arrullaba a Graógraman. Intento disculparme y tomarle la mano, ella me responde con un insulto que no comprendo, pero que por las consonantes debe de ser espantoso, yo lo siento de veras, no quiero que Sonia sufra, no quiero que siga sollozando porque si no pronto dejará vacío ese exiguo cuerpo suyo que tiembla debajo de la tela azul, y es tal vez porque Sonia me inspira algo, no sé, algo como el deseo de comer helados o de oír esa música de flauta que el vecino de arriba pone en su tocadiscos algunas tardes, en casa, antes y después de los veranos que pasamos juntos. No entiende que he hecho esto por ella, por todos, por esa casa para la que quizá ya sea demasiado tarde porque hemos armado demasiado escándalo, ese pobre edificio que ahora miramos desde el lindero del bosque, derrotado, convertido en un barco a la deriva, con el casco abierto, por el que ahora penetran sin que nadie pueda evitarlo las vacarmes sedientas de sangre: te lo dije, Sonia.

DAVID AJA

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