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Reportaje:

La frágil línea de los 'sin techo'

Unas 200 personas arrastran diariamente por las calles de Valencia historias de dolor y desarraigo

Ana María vive en la calle desde hace 15 años. Forma parte del paisaje de la plaza de La Reina de Valencia. Tiene 51 años y tres hijos enganchados a la droga que han estado en la cárcel. Su primer marido murió de cáncer cuando aún vivían en un piso. El suyo es un perfil crónico, no se ha dejado ayudar hasta que los excesos y la intemperie han mermado su salud mental y física. Desde hace algunos meses, aunque saltándose citas, se deja acompañar al hospital para las sesiones de diálisis, visitas que le permiten asearse y comer. Cerca de ella, sin presiones pero sin tirar la toalla, estuvo el equipo mixto de trabajadores sociales y una unidad especial de Policía Local la X-4, un grupo que conoce el mapa humano de la ciudad que vive en aceras, portales, jardines, puertas de iglesias, solares abandonados..., y que desde el año 1995 atiende a los marginados más desarraigados bajo el paraguas del Centro de Atención a las Personas Sin Techo (Cast). Ana María, el sirio, Antonia, el chispas, el garbanzo, Armando o Ramón son historias en primera persona que conocen al detalle Inmaculada Soriano, directora del Cast; el intendente Pelegrí Barrés; Paco, policía local y licenciado en psicología; Juan, también agente y especializado en toxicomanías y relaciones humanas; o su compañero Enrique, graduado social y el resto del grupo.

"Es un colectivo específico que requiere atenciones muy particulares"
"Son muy vulnerables. No son rebeldes, se automarginan, están resentidos con su vida"

"Ana María estaría muerta si no hubiera permitido una ayuda, está acostumbrada a la calle, ha generado sus hábitos, es muy difícil de recuperar, pero este es un paso muy importante" explica Barrés. "Estamos para que la gente que quiera ayuda la encuentre, nosotros se la damos para que se reinserte, salga de la calle. Fracasas muchas veces, pero cuando alguien sale es...", añade Juan. Han conocido hombres y mujeres vencidos por las drogas, las enfermedades mentales, el alcohol, el fracaso laboral, la ludopatía. Han convivido con excluidos previsibles, pero también con abogados, pilotos, directores de banco, agentes de policía o diplomados que perdieron el control de su vida y se convirtieron en sin techos dedicados a la mendicidad.

Dos agentes de paisano y un trabajador social patrullan la ciudad alimentando la relación con los sin techo hasta ganarse su confianza. "Lo siguiente es esperar a que te pidan algo", relata Inmaculada Soriano. Son los encargados de dar respuesta "a un colectivo específico que requiere atenciones muy específicas", agrega. Reconoce que "la demanda fundamental de este tipo de personas es de alojamiento, nosotros lo gestionamos en la Caridad o en el albergue de San Juan de Dios, activamos esa demanda dentro de un plan de intervención personalizada. Trabajamos con la voluntad del usuario, por eso es fundamental su compromiso". Soriano precisa que en los albergues se está dos o tres días "cuando la persona no tiene otra necesidad o no quiere someterse a ninguna intervención, pero si reconoce que tiene un problema de alcohol o de drogas y quiere salir de ahí, no tiene límite de tiempo para estar en el albergue".

A la memoria les vienen retratos con nombre y apellido. Barrés recuerda que los vecinos próximos al cine Savoy -que un incendio redujo a cenizas- llamaron a la policía escandalizados por un chico que vivía en los escalones. "La gente estaba muy enfadada, me acerqué a él, intenté que no se sintiera atemorizado, le pedí la identificación y me dio un carné del Colegio de Abogados de Alicante. No pude sacarle qué había pasado. Indagué, pregunté y localicé a su mujer. Había sido un letrado de prestigio, de muy buena vida y no definió el límite. Arruinó el despacho y a su familia. Y no hubo manera de hacer nada por él. Insistía en que la calle era su espacio seguro, no podría volver a jugar nunca más, no perdería nada ni a nadie más", cuenta Juan. Y Barrés suma a esa la de la pareja de la iglesia de San Andrés en la calle de Colón. "No lo creerás, ese fue el primer caso que tuvimos, el que nos dio la pista de cómo actuar. El chico, poco más de 25 años, era canario, había sido guía turístico y cambió de ruta, decidió seguir la de la heroína. Tenía la cabeza llena de piojos, no lo querían ni en la Caridad. Lo trajimos al retén, le cortamos el pelo. Localizamos a su familia y aceptó recibirlo de nuevo. Un año después vino con traje y corbata, hecho un pincel, para darnos las gracias". Esa primera historia dio paso a decenas. Hoy, se saben las biografías de 200 sin techo habituales de Valencia, una lista de perfiles de marginación que crece en invierno y escampa hacia la playa con el calor.

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Son observadores de primera fila. Ellos porfiaron hasta que los fiscales se decidieron a intervenir en el tema de la mendicidad de menores a manos de mafias rumanas, perseveran en los casos en los que hay que declarar una incapacidad, han alertado de una nueva población que se ha incorporado al lado más oscuro de la calle: la inmigración femenina. "Por eso hemos creado un sitio especial para acoger a mujeres, la mayoría inmigrantes de países del este europeo, del Magreb y subsaharianas, que han sido engañadas, que no tienen entorno familiar, que son altamente vulnerables a mafias dedicadas a la explotación y a la prostitución. El caso de los ecuatorianos es distinto porque el idioma y los lazos que establecen entre ellos tejen una red de protección y de motivación que los salva en muchos casos de desfallecer", explica la directora del Cast. Y Barrés apostilla: "Es que todo esto tan doloroso que vemos que es producto de nosotros mismos, es esta sociedad competitiva, capaz de expulsar con facilidad, sin conciencia de muchas cosas, desde luego sin tener presente que la línea que nos separa del vacío y el abandono es muy, muy frágil".

Los rincones más míseros son cobijo de hombres de entre 20 y 55 años. Algunos se volvieron itinerantes por necesidad laboral. Pero la soledad los instaló en desarraigo y de ahí a la marginación. "Hay una fase inicial en la que les mueve estar mínimamente activos, pero poco a poco van rompiendo los lazos afectivos", cuenta el agente Juan. Las causas que les han llevado al abismo no han variado: ludopatías, enfermedades mentales, abandonos, alcoholismo y toxicomanías son las situaciones más extendidas. "Se abandonan, desandan su vida, pierden familia, amigos y trabajo y acaban con grupos que lo que pretenden es sacarse el dinero para una dosis o acomodarse en pedir para comer, pierden el sentido de las normas de convivencia mínimas", relata la directora del Cast. "Lograr que esas personas que no han aceptado la vida que les tocó vivir, que están rabiosas con el mundo, que ya no les importa nada, que sólo te llaman porque se sienten morir, es muy difícil que lleguen aquí y digan 'sí, esto es lo que me pasa y quiero hacer algo", apunta Barrés. "Por eso somos los pies y los ojos de las trabajadoras sociales, porque no queremos perdernos la mínima oportunidad de extender la mano. Si llega uno sin documentación, lo llevas y lo traes hasta que haga todos los trámites, trasladas a los que están enfermos, intentas que acepten tratamientos de desintoxicación... lo que sea", detalla Juan, uno de los X-4. Lo que más les impresiona es que las historias se repiten aunque tengan otros nombres, otros acentos, otros gestos. "Con el tiempo, una persona que vive en la calle, que pierde el cariño, el amor en su más amplio sentido, se desequilibra", dicen. Y detectan cada conducta que se ha hecho norma después de hábito. "Hace varios años nos llevamos a un grupo de ocho mayores sin techo y les conseguimos plaza en una residencia nueva en Orihuela. A los cuatro días llamó el director para contarnos que los ancianos se iban a la calle a pedir a las iglesias, ¿por qué? Porque no tenían nada que hacer y tenían un hábito. Son muy vulnerables. No son rebeldes, se automarginan, están resentidos con su vida".

Con un médico, voluntarios varios, trabajadores sociales y agentes de policía de un perfil muy específico han hecho una única voluntad de rescate de la marginación crónica. "Se recupera a gente, sí, aunque no tantos como quisiéramos. Si no fuera porque recuperamos a gente, no estaríamos aquí, porque las cosas que vemos, que vivimos, duelen mucho, y hay una cierta incomprensión en la ciudadanía media y en las autoridades, les resulta difícil comprender que no es tan fácil, que un proceso de incapacitación puede durar entre tres y cuatro años y que mientras transcurre cada día es un riesgo, que no se puede ayudar al que no quiere, que hay irreversibles por grado de deterioro físico o mental, por los miedos, los fantasmas, la nula confianza, la mínima capacidad de comunicar". Y dicen que "la ciudad necesita que la miren como ellos la ven para extender techo sobre los que no lo tienen".

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