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Columna
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Beneficios del miedo

De un tiempo a esta parte, las carreteras del País Vasco están adquiriendo un inquietante aspecto de película de ciencia ficción. Parecen un remedo de la apocalíptica Mad Max, en que la civilización acababa reducida a un amasijo de chatarra. En los arcenes agonizan más de 1.500 automóviles, semovientes que no se mueven, porque no encuentran una grúa que los lleve al taller. Como esto siga así, el decorado de un próximo film catastrofista está servido.

Todo surge de un conflicto de intereses. Los propietarios de las grúas han organizado una huelga. Su adversario directo no son los conductores, sino las compañías de seguros, cuyas tarifas por retirar coches de la vía pública, al parecer, ni siquiera cubren los costes de tan esforzada operación. Pero el pagano, para variar, es la ciudadanía: los coches, desvalijados (o todavía no) se oxidan en la calzada. Los empresarios de las grúas persisten en su huelga de brazos (mecánicos) caídos, mientras que las aseguradoras, siempre tan cariñosas con el cliente, ya han advertido que si los conductores contratan el servicio de una grúa sólo podrán reclamar el montante pactado. Uno siente la tentación de ponerse del lado de las grúas, negocios familiares que trabajan sin horarios y que sudan lo suyo, pero sin duda el conflicto resultará más complejo visto desde dentro. En todo caso, el tema sirve para abordar los escasos beneficios que recibe la ciudadanía por el constante llamamiento al miedo que realizan, entre otros, las compañías aseguradoras.

Vivimos en un mundo inestable y ello ha hecho prosperar todo un enjambre de negocios de previsión. Nos aseguramos contra enfermedades, incendios, robos e inundaciones; nos aseguramos contra tifones y cortocircuitos; nos aseguramos contra impagos, estafas y accidentes. Todos los seguros aluden a una desgracia, con la importante excepción del seguro de vida. El seguro de vida resulta, en realidad, un seguro de muerte. El colmo del sistema de prevención son los seguros obligatorios, como el del automóvil, cuyas delicias experimentan ahora mismo más de 1.500 conductores. Dicen que el seguro obligatorio cumple una función social: garantiza un fondo para el cobro a las víctimas de accidentes provocados por insolventes sin seguro, y además financian el rosario de siniestros que provoca una minoría de conductores legales. Se trata de una función social que, realmente, nada ofrece a millones de honrados y prudentes pagadores. Haga sus cálculos usted que, sin ser rico, tiene sin embargo ciertos principios, y sabe que hubiera pagado sin rechistar el día en que provocara un accidente: ¿cuántas reparaciones habría podido pagar con el importe de sus treinta años de seguro obligatorio? Pero mejor no haga tal cálculo: se le va a quedar cara de tonto.

La cultura de la previsión llega al extremo de que nos han convencido para contratar un plan de pensiones privado, un plan que no parece mala idea si olvidamos que la escabechina fiscal se pospone al momento en que vayamos a hacer uso del dinero. La gestión de nuestro miedo nos llevaría a la ruina si quisiéramos cubrir todos los riesgos. Pero no se trata de hacer saltar por los aires el negocio de las aseguradoras. Sin duda hay actividades especialmente arriesgadas que precisan de un seguro, del mismo modo que habrá patrimonios tan enormes a los que, en una economía de escala, no les vendría mal asegurarse, pero algo de razón tiene un amigo mío cuando argumenta de otro modo. Él tiene una plaza de garaje por la que obtiene un modesto alquiler. La concibe como un seguro de carácter personal. El día del siniestro o de la enfermedad la venderá, seguro de conseguir por ella muchos miles de euros. "Mientras tanto", declara, "la tengo alquilada. Es decir, no sólo no pago una cuota a un seguro, sino que la cobro. Además, la plaza se revaloriza constantemente, con lo que se amplía mi nivel de cobertura".

Bien, no todo el mundo tiene una plaza de garaje en la reserva, pero algo hay en el argumento que cuestiona seriamente todos los negocios montados alrededor de nuestro miedo, nuestra inseguridad y nuestro espanto.

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