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Reportaje:LECTURAS DE VERANO

Las emociones de la ciencia

Hoy, al igual que un ayer ya lejano, aunque con más intensidad que entonces, la ciencia afecta profundamente a nuestras vidas. Con frecuencia me vienen a la mente unas frases que José Ortega y Gasset publicó en 1923, en su libro El tema de nuestro tiempo, y pienso que si válidas entonces más lo son en el momento presente: "Nuestra generación, si no quiere quedar a espaldas de su propio destino, tiene que orientarse en los caracteres generales de la ciencia que hoy se hace, en vez de fijarse en la política del presente, que es toda ella anacrónica y mera resonancia de una sensibilidad fenecida. De lo que hoy se empieza a pensar depende lo que mañana se vivirá en las plazuelas".

Es preciso saber algo de ciencia, conocer acerca de sus resultados, métodos, personajes y proyectos, pero ¿cómo lograrlo? A pesar del tiempo que ha transcurrido aún continúa siendo válida la expresión popularizada en 1959 por Charles Snow de las "dos culturas", la humanística y la científica separadas por "un golfo de mutua incomprensión". Ayer mismo leía unas manifestaciones de José Luis Sampedro. "Vivimos de literatura mucho más que de ciencia", declaró este maestro de escritores, "porque la literatura tiene que ver con el arte de vivir y la ciencia, en cambio, es una cuestión de medio, no sabe a dónde va, no nos habla del fin". Dejando a un lado lo de adjudicar a la ciencia la exclusividad de ignorar hacia dónde va, o lo de pensar que "no nos habla del fin", como si fuese poca meta disminuir la ignorancia, y concentrándonos en la relación de la ciencia con la literatura, tenemos que nadie negará que la lectura de obras literarias constituye uno de los mejores instrumentos que los humanos inventaron para comunicarse entre sí, ser más sabios, transmitir emociones, anhelos, experiencias o visiones del mundo, aunque se tratase de un mundo pequeño, propio, local. De la mano de la literatura el más desgraciado, ignorante o solitario de los humanos puede vivir infinidad de vidas, compartir con otros miles y miles de historias, convertirse en un príncipe, en un héroe, en Romeo, Julieta o en Don Quijote. Y si la literatura es todo eso, si millones y millones de lectores disfrutaron, disfrutan y disfrutarán, se hacen mejores o más humanos con la literatura, especialmente, aunque no sólo, con los grandes clásicos, ¿no podría la ciencia servirse de un instrumento parecido para introducirse en las mentes y vidas de los llamados "legos", de todos aquellos cuyas vidas se ven afectadas por una ciencia que les resulta ajena e incomprensible?

No, dicen muchos: la ciencia es un lenguaje propio, técnico, que mora en un universo en el que los sentimientos, las pasiones, la capacidad de conmover y emocionar no tienen cabida, un mundo reservado a unos pocos especialistas. Sucede, sin embargo, que ningún mundo es completamente cerrado, y el científico no es una excepción. La capacidad de conectar con el lector, de hablarle como igual y que éste se sienta como tal, o la capacidad de plasmar en unas pocas líneas una pasión que alcanza al lector, golpeándole con una fiereza y profundidad que nunca olvidará, no se encuentran únicamente en los textos de autores como Kafka, Goethe, Proust o Borges, en los versos que compusieron poetas como Neruda o García Lorca, o en las historias inmortales de Cervantes, Shakespeare o Dante, también se pueden hallar en escritos de científicos. En sus Notas autobiográficas (1949), que tanto nos enseñan acerca de su ciencia, Albert Einstein escribió unas frases cuya lectura siempre me conmueve y que pueden ayudar a que los legos comprendan al científico: "Lo fundamental en la existencia de un hombre de mi especie estriba en qué piensa y cómo piensa, y no en lo que haga o sufra". A Darwin, el autor de El origen de las especies (1859), cuya lectura, asequible a cualquiera, debería ser todavía texto de obligada lectura en nuestros institutos, se deben también frases dramáticas como aquella que dice: "No he parado de recoger datos, y estoy casi convencido (totalmente en contra de la opinión de que partí) de que las especies no son (es como confesar un crimen) inmutables". Un crimen contra las ideas religiosas vigentes entonces.

Es, sin duda, más difícil en-

contrar en textos científicos la dimensión humanística, iluminadora y conmovedora que caracteriza a los clásicos de la literatura, pero es posible y la búsqueda merece la pena. Sumérjanse en la lectura de obras como los Diálogos de los dos sistemas máximos del mundo, ptolemaico y copernicano (1632) de Galileo, un libro en el que ciencia, literatura y propaganda se combinan en una forma hasta hoy inigualada; el Ensayo filosófico sobre las probabilidades (1814) de Pierre Simon de Laplace, que incluye un célebre pasaje sobre la posibilidad de predecir el futuro al igual que el pasado si se conocen con precisión posiciones y velocidades en un momento determinado, una posibilidad que luego se vería drásticamente socavada por la física cuántica y por los sistemas caóticos, descubiertos éstos por el meteorólogo teórico Edward Lorenz, autor de una frase que se ha enquistado, con una ligera variación con respecto a su formulación original -"¿el aleteo de una mariposa en Brasil produce un tornado en Tejas?"-, en la cultura universal; los textos autobiográficos de Ramón y Cajal, Mi infancia y juventud (1901) e Historia de mi labor científica (1923); ensayos de Henri Poincaré como pueden ser Ciencia y método (1908); El origen de los continentes y los océanos (1915) en el que Alfred Wegener les introducirá a la idea -un hecho incontrovertible ya, aunque con elementos (la tectónica de placas) desconocidos por él- de que los continentes se desplazan lenta pero firmemente, o Los reflejos condicionados (1927), de Pavlov. Compartan con Schrödinger la pasión por encontrar respuesta a la pregunta de ¿Qué es la vida? (1946). Únanse a Rachel Carson en su manifiesto en defensa de la naturaleza, Primavera silenciosa (1962), libro al que tanto deben los movimientos ecologistas. Sientan lo que sintió Heisenberg leyendo su autobiografía, Diálogos sobre la física atómica (1969). Compartan algo del alma pura del matemático inglés Godfrey Hardy leyendo su Apología de un matemático (1940), en donde se encontrarán con frases memorables: "La matemática griega es permanente,' más permanente incluso que la literatura griega. Arquímedes será recordado cuando Esquilo haya sido olvidado, porque los idiomas mueren pero no las ideas matemáticas. Inmortalidad puede ser una palabra estúpida, pero probablemente sea un matemático quien tenga la mejor oportunidad de comprender lo que quiere decir".

Y entre los contemporá-

neos, no dejen de leer, por favor, al biólogo evolutivo Stephen Jay Gould (mi obra favorita suya es La falsa medida del hombre), al astrofísico Carl Sagan (Los dragones del Edén), al naturalista y entomólogo Edward Wilson (Sobre la naturaleza humana), a los físicos Steven Weinberg (Los tres primeros minutos del Universo), Roger Penrose (La nueva mente del emperador), Stephen Hawking (Una breve historia del tiempo), Murray Gell-Mann (El quark y el jaguar), a los biólogos moleculares y de poblaciones Luca Cavalli-Sforza (Quiénes somos) y Jared Diamond (Armas, gérmenes y acero), y, claro, La doble hélice (1968), texto desenfadado y machista en el que James Watson cuenta su versión de cómo él y Crick descubrieron la estructura del ADN.

Mientras escribo estas líneas tengo ante mí un libro reciente. Su autor es Christiane Zschirnt, y su título explica perfectamente su contenido: Libros. Todo lo que hay que leer. ¡Ni una de sus muchas recomendaciones, que abarcan desde Homero hasta Harry Potter, pertenece al dominio científico! Como si el placer, el inmenso placer y beneficio que es la lectura estuviese reñido con la ciencia. ¡Lean, sí, pero no olviden la ciencia!

Copérnico y Ptolomeo vistos por Soledad Calés.
Copérnico y Ptolomeo vistos por Soledad Calés.

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