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Ciencia recreativa
Columna
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Computaciones

Javier Sampedro

Los biólogos andan estos días queriendo hacer el glicoma. Ya teníamos el genoma, el transcriptoma, el proteoma y ahora viene el glicoma, o catálogo de todos los azúcares y combinaciones de azúcares que darse puedan en los seres vivos. El año pasado ya les hablé del proyecto behavioroma, que pretende compilar una lista de todas las posibles ideas humanas. Los biólogos parecen tener un reflejo catalogante, como una necesidad compulsiva de escribir guías de teléfonos. En tiempos de Linneo catalogaban especies y ahora catalogan genes, proteínas, azúcares, ideas, y luego catalogarán todas las posibles formas de catalogar lo catalogado y lo por catalogar.

El gran escritor matemático Ian Stewart ha afirmado (Los próximos 50 años, Kairós, 2004): "Una inversión de mil millones de dólares en matemáticas transformaría la existencia de la humanidad de manera mucho más sustancial, y con un efecto más positivo, que la misma suma gastada en unos pocos accesorios y piezas para un nuevo acelerador de partículas o en el enésimo ejercicio para lograr una enorme colección de sellos biológicos". Ya lo ven, ni los matemáticos creen en los catálogos. ¿Qué les pasa a los biólogos?

"La genómica no es sólo taxonomía", dijo hace tiempo el premio Nobel Sydney Brenner. "Su objetivo es confirmar la hipótesis de que los seres vivos pueden computarse". Lo que Brenner quiere decir es que deberíamos ser capaces de leer el genoma de una especie desconocida (AATAGTTCACC... y así hasta 3.000 millones de letras) y deducir cómo es esa especie: su tamaño, su dieta, su hábitat, sus peculiaridades fisiológicas y sus capacidades mentales. Puede que los pasos intermedios sean "colecciones de sellos", como dice Stewart, pero el objetivo final es un salto conceptual de enorme trascendencia.

¿Es un objetivo realista? Sí. Hoy mismo, un genetista podría echar un vistazo a los genes Hox (una fila de 10 genes que organiza el eje anteroposterior de todos los animales) de una especie desconocida y deducir si se trata de un molusco, de un vertebrado o de un artrópodo, y precisar si es un insecto, y hasta predecir si tendrá dos o cuatro alas. El repertorio total de genes permitiría también deducir qué come, en qué hábitat vive, a qué peligros suele enfrentarse y cómo puede defenderse de ellos. Pero todavía falta lo más interesante: su mente.

El cerebro no es más que un trozo de cuerpo, y se construye con las mismas estrategias genéticas que el resto del cuerpo. La mayoría de los genes responsables ya se conocen. Unos regulan a grupos de otros genes, otros estimulan la fabricación de neuronas, o distinguen a unas neuronas de otras, o guían a los axones por grandes autopistas y carreteras secundarias hasta sus lejanas y precisas sinapsis. Los mismos genes se reactivan cuando aprendemos algo, y por eso aprendemos: porque extendemos nuevos axones y formamos nuevas sinapsis, o reforzamos las viejas.

Estos genes son casi los mismos en cualquier mamífero, y compartimos muchos con las moscas. La diferencia mental entre un humano y un roedor es que algunos de esos genes se han duplicado y se han diversificado, otros se activan un poco antes, un poco después o varias veces más a lo largo del tiempo. Ésta es la sintaxis del genoma, y los biólogos están haciendo grandes progresos para computarla.

Leer una secuencia de A, T, G y C y deducir cómo es una mente será una rutina algún día. Habrá quien le venda su perfil psicológico por Internet a cambio de un cabello y un fajo de euros. Quizá podamos entonces desenterrar a Newton y Darwin de sus tumbas en la abadía de Westminster y comparar qué pensaban sobre la inmortalidad.

LUIS F. SANZ

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