¿Un país para extranjeros?
Aquella noche, después de unas cuantas horas escuchando historias de emigración clandestina y otras calamidades, volví a visitar uno de mis descubrimientos frívolos del viaje: el Rembrandt de Tánger, un hotel sin pretensiones, pero con un pequeño bar digno de un puticlub y un músico al piano que sabe jazzear los temas estándar. Me senté y me permití un lujo femenino: tomar un whisky a solas y escuchar al pianista. Acodado a la barra, tomando agua y debajo del televisor sin sonido, estaba el cliente de edad madura y rostro de palo cuya presencia ya había advertido la primera vez. En la pantalla, el telediario de TVE-1 pasaba una orgía de imágenes de pateras recién llegadas a las costas de Andalucía. Magrebíes y subsaharianos, hombres y mujeres, niños al borde de la congelación. Miré al pianista, él me miró a mí, y sin decir palabra atacó una variante jazzística de Angelitos negros.
En el sector informal trabajan, según las estadísticas oficiales, 600.000 marroquíes menores de 15 años
El valor comercial de un metro cuadrado en la medina de Marraquech ha pasado de 150 a 500 euros
Cherradi: "Podemos utilizar la preservación del patrimonio como excusa para mejorar las condiciones de vida"
Entonces decidí concederme un respiro. Veamos la costa atlántica, veamos Marraquech, veamos un poco de lujo. Hagamos turismo. No en vano el turismo está experimentando una revitalización, que en 2003 alcanzó la cifra de 3,23 millones de visitantes; pero hay un plan para conseguir que en el año 2010 sean diez los millones de turistas.
Precisamente, cerca de cabo Espartel, un flamante complejo turístico llamado Le Mirage ofrece un conjunto de vistas impresionantes, y eso incluye la más impresionante de todas, España, sobre todo considerando que de la playa vecina salen también -pero, vamos, cambia de tema- pateras. En otro punto de la costa, entre Casablanca y Rabat, se extienden kilómetros y kilómetros de playas extraordinarias. También hay chalés. Y villas, para la clase acomodada. En Sjirat, cerca de uno de los 17 palacios que dejó construidos Hassan II (precisamente aquel donde más de mil cadetes retuvieron al monarca en el 71 y se produjo un histórico baño de sangre), los saudíes han edificado una especie de mini- Puerto Banús, el hotel Amphitrite, al que intentamos entrar -después de haber comprobado que, en la playa libre, conviven familias de madres veladas e hijas con bañador: un islam nada integrista-, y lo logramos, pero no por la puerta principal. "Reservada para la familia real", repite el cancerbero, como si fuera una oración, mientras sí entran automóviles último modelo, con sus deportistas y despreocupados ocupantes. Sí, bien, pregunto, pero ¿para cuál de las realezas está reservado el asunto, para la de aquí o para la del rey Fahd? En el interior, regordetes saudíes de labios grasientos controlan y hacen trabajar a los camareros nativos sin descanso. El establecimiento tiene licencia para servir alcohol.
Al menos éstos, me digo -los camareros- no tendrán que emigrar. Lo cual me recuerda al muchacho que conocí en Tánger, y que trabaja como perfumero en un establecimiento de la avenida Pasteur, propiedad de la cadena saudí Al Qurashi. Abdel Aziz Ben Haddak, huérfano de un hombre de religión muy respetado en Tánger, ha conseguido llegar a los 18 sin tener que emigrar, ni dedicarse al sector informal. Sector en el que oficialmente trabajan 600.000 marroquíes menores de 15 años, una cifra muy inferior a la que maneja el programa "Udrus" ("Estudia"), subvencionado por el Ministerio de Trabajo estadounidense: según datos publicados por Al Ahdaz al Magrebiya, dicha institución "estima que son varios millones". La diferencia se explica porque, según el programa, "las estadísticas oficiales no incluyen a los niños que estudian y trabajan al mismo tiempo, los niños que realizan trabajos no declarados, ni tampoco a los niños que llevan a cabo trabajos que superan cuatro horas diariamente en casa".
Esos niños están en todas partes, se les ve porque sólo las estadísticas oficiales son ciegas. Pelan gambas, están -las niñas, más indetectables, abusadas- en el servicio doméstico, o bien trabajan en el campo o en casa, para sus familias, sin recibir un sueldo. Con esto ocurre como con la alfabetización. Los marroquíes pobres no están acostumbrados a dar estudios a sus hijos, pudiendo explotarlos. Qué le vamos a hacer. De alguien habrán aprendido. Mala suerte.
Algo así ha debido de sucederle a Hasan, de 15 años, que se gana diez euros al día vendiendo bolsas de plástico en el mercado central de Rabat -he tenido la idea de visitarlo antes de tomar el tren hacia Marraquech-, y que debe mantener a su madre y a siete hermanos. Él es el mayor. Su padre acaba de morir. Ahora Hasan es el cabeza de familia. Mala suerte.
Por fortuna, la ciudad roja nos espera, destellando en el atardecer, etcétera. Y allí, unas cuantas entrevistas acerca de la remodelación de la medina, con gente interesante. Ahmed el Uarzazi, arquitecto rehabilitador de la medina de Marraquech, de ilustre familia -su tatarabuelo fue pachá de la cudad-, conoce lo que tiene entre manos. Tiene libros escritos, es un fino observador. Y adora su ciudad.
-Marraquech está en fase de mutación -cuenta-, caracterizada por una aportación relativamente masiva de inversión en el interior. En los últimos cinco o seis años, el valor de un metro cuadrado, dentro de la medina, ha pasado de 160 a 500 euros, y esto sólo el solar, sin tener en cuenta el valor de la casa. Esto también ocurre en el exterior de la medina. No faltan puntos positivos. Como la gente de la medina fue consiguiendo un bienestar, se fueron yendo de aquí, y el ámbito se convirtió en zona de pobres, y se quedó así durante los últimos 40 años. En el 95, esto era el tapón que contenía a la gente que venía a trabajar, y llegaban aquí y encontraban un trozo de habitación, hasta que podían irse. Se convirtió en un lugar de paso, pero también en "una idea de miseria". Porque ha hecho de esponja, y sigue haciéndolo, de todas las miserias de la gran ciudad. Si uno no encuentra gente durmiendo por las calles de Marraquech posiblemente es gracias a la medina: por su capacidad de absorción. Fuera de aquí ya nadie te da de comer por cuatro perras. Entonces, la parte buena es que los extranjeros están comprando los riad (espléndidas casas con patio) para rehabilitarlos, y eso ha revitalizado a los artesanos, se vuelven a usar materiales que ya no se utilizaban, vuelven los oficios antiguos. Aparte de que el éxodo local también convive con los extranjeros: son los sirvientes.
- ¿Y la parte mala? -pregunto.
Estamos en un riad cuya rehabilitación ha dirigido el propio El Uarzazi, una auténtica maravilla y un deleite para los sentidos. Los propietarios son una pareja gay norteamericana que usa el edificio como hotel no declarado. Cobran en negro, lo cual no es infrecuente en este país, en donde hay funcionarios que te aconsejan no declarar tu negocio: ¿para qué, si casi nadie lo hace?
-Deja que siga con lo bueno. Estas inversiones han permitido rehabilitar ciertas casas, entre 500 y 1.000, no hay cifras exactas. Poco, considerando que hay 30.000 casas con patio. Pero, y aquí viene la parte mala, para poder hablar seriamente de beneficios sería necesario controlar el proceso con una "ética de la rehabilitación". Cosa que es muy difícil porque en Marruecos, cuando llega alguien con un montón de dinero y lo pone sobre la mesa, las autoridades cierran los ojos. Hasta el punto de que podría ocurrir que destruyeran las casas, que no respetaran los materiales (la medina está edificada sobre tierra, es muy frágil, hay que cuidarla)... Por otra parte, la Administración marroquí no tiene los medios de control de que disponen los europeos. Tiene poca fuerza para hacerse obedecer u obligar a demoler. Debilidad y cierta corrupción, ése es el problema, porque el empleado no cobra lo suficiente para despreciar los sobornos. Un ejemplo: el McDonald's del centro de Marraquech está construido en lo que fue un jardín público.
Salimos a pasear, y al pasar por delante de un horrendo hotel edificado en lo que fue un magnífico riad que perteneció a su familia, a Ahmed el Uarzazi se le humedecen los ojos. "¿Quieres ver lo que han hecho por dentro?". Mejor no, no sea que me dé un ataque a mí también.
En el café de France me espera el escritor Jesús Graus, autor de Zinyab, edificios fetiche, que trabaja aquí desde hace tres años y medio: "Te abren las universidades, se interesan por lo que haces". Forma parte de la asociación que defiende la plaza por la que tanto ha hecho Juan Goytisolo. Graus opina que en la remodelación se están pasado: "Hay cosas que están bien, como este pavimento que están acabando. Pero en el jardín de la Menara, que fue diseñado por un almohade y es muy árabe, han puesto un espectáculo de luz y sonido horroroso. El wali (más que un gobernador: casi un virrey) procede del mundo del turismo, ha decidido hacer lo que sea para que Marraquech resulte rentable".
Mi último contacto en Marraquech fue con el inspector de monumentos históricos: un atípico funcionario cultural, empeñado en devolver a los monumentos lo más importante, su vitalidad, su contacto con la gente. Oriundo de Nador, Faissal Cherradi fue educado a la española. "Llevo aquí cinco años. Vine de Uarzazat, adonde llegué después de pasar ocho años en la Alhambra, convencido por mi padre, que también es arquitecto, un devoto de la arquitectura de tierra. Por eso me vine al sur. Yo venía muy tocado por los monumentos que había visto en España: muertos. Pero aquí están vivos, aquí podemos utilizar la preservación del patrimonio como excusa para mejorar las condiciones de vida de la gente, para entrar en la problemática del agua y de la pobreza. Porque sí, soy un funcionario de Cultura, pero pienso que hay que solucionar la vida de las personas a todos los niveles: sanitario, educativo, cultural.... El dinero que la ciudad produce en entradas tiene que revertir en Marraquech, ésa es la meta. Y, al restaurar, implicar a la gente, hacerle vivir lo que es suyo". Cherradi sostiene que no existe la menor relación cultural entre España y Marruecos: "Cuando tengo que contratar a un restaurador tengo que ir a Francia". Su departamento es de largo alcance y su ministro, dice, tiene una visión a 30 o 40 años. Pero hay vacíos legales, falta de coordinación entre ministerios.
El Club Mediterranée también se ha apoderado de más territorio. No puedo evitar la tentación de subir a la terraza. Desde lo alto se ve la lujosa piscina, en donde un extranjero hace unos largos con esa tranquilidad de saber que, a sus espaldas, se encuentra Yemaa el Fna, la plaza más especial del mundo. En el interior del bar escucho las explicaciones -leyendas con camellos incluidos- que el guía proporciona a un grupo de turistas embobados. Me dan ganas de contarles lo que he sabido por Yamila, una amiga bereber que trabajó aquí como masajista, cobrando a tanto la hora -parte para el hotel, parte para ella-, hasta que se instaló una especie de franquicia que la obligaba a realizar cuantos masajes fueran necesarios por una miseria al mes. Se largó, claro.
¿Diez millones de turistas, extranjeros que no pagan impuestos? ¿Qué necesita este país, aparte de que la sociedad civil, tan valiosa, tome las riendas de su destino?
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