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Columna
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Berrocal en llamas

Todos los años, el primer domingo de mayo, tiene lugar en Berrocal la que probablemente sea la fiesta más antigua del mundo mediterráneo, quizás de Europa: Las Cruces. Bajo este nombre convencional -con el inevitable barniz cristiano-, se produce un esquema muy repetido en la sierra de Huelva: dos hermandades rivalizan en engalanar y hacer más vistosa su parte de un festejo dual y de "pique". Pero en este caso se esconde, además, uno de los vestigios más arcaicos de las auténticas fiestas paganas de primavera. Para asistir a este prodigio, acuden a Berrocal antropólogos de todas partes, aficionados y curiosos que no acaban de creerse lo que están viendo. Pues es como si del fondo del bosque de Dionisos se escaparan las últimas bacantes, para mostrar ante nuestros ojos atónitos las reliquias de un turbulento culto a la vida, al amor y a la regeneración natural.

La primera vez que estuve allí, hace más de diez años, intenté comprenderlo. Aún no me he curado del asombro. Y eso que las vicisitudes del territorio, bronco camino de recurvas y quebradas, por los aledaños de Riotinto, daban a entender que sólo un paisaje tan abrupto podía haber mantenido esas reliquias de la prehistoria andaluza. Los exordios del momento culminante -del que tanto nos habían hablado-, eran también conocidos: traer el "romerito" del campo, ya en una primera procesión pagana y alegre del sábado; o la hospitalidad espontánea de la gente.

Pero ya cerca del mediodía, percibimos una agitación especial. En un lugar discreto, se preparaba la mula de cada hermandad. Una bestia, bien elegida por su porte y carácter pacífico "para lo que se le venía encima", iba siendo aparejada -revestida, más bien- por los mayordomos y sus ayudantes con un lujoso atavío, albardas y jáquimas bordadas con filigranas de oro, las pezuñas pintadas de púrpura, y encima una carga de romero, en cuyo centro se produciría el "milagro" anual. Al par de esta ceremonia, entre vinos y cantares se iba animando el ambiente, y un cortejo de muchachas se empezaba a formar delante de la bestia. Cuando por fin se iniciaba la procesión, y el animal era conducido al encuentro del "mozo", sucedió: aquellas muchachas, colocadas delante de la mula y andando de espaldas, empezaron a colmarla de piropos y cánticos -a la bestia, repito-, presas de un júbilo extraordinario, de una pasión incontenible que las hacía verter sinceras lágrimas y expresar otros arrebatos contagiosos. Como que a todos nos llevaron en volandas por las calles, hasta recoger al "mozo". Era este un adolescente muy bien trajeado, y abanderado, que luego recogería a la "moza", igualmente espléndida, representación ambos de un casamiento simbólico de todo el pueblo con la fértil naturaleza. El muchacho, en fin, había de demostrar ser capaz de la "hazaña": montarse en la acémila y clavar su bandera de un solo golpe en el centro de la carga de romero, y allí dejarla bien enhiesta. Una candorosa figuración freudiana, que arrancaba vivas y aplausos.

No quiero ni pensar que las llamas del incendio de la semana pasada se hayan llevado todo eso por delante, también. Las raíces del brezo, del romero, del alcornoque, se recuperan. Las de una cultura milenaria... hay que refrescarlas, también, como sea.

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