No estamos tan mal
Ha vuelto a caer sobre nosotros el calor, que el año pasado fue calificado de insufrible, especialmente para quienes vivimos en ciudades como Madrid, aunque gran parte de la población se haya trasladado a las playas levantinas o de cualquier parte del litoral, incluso hacia zonas montañosas, mucho más cercanas. El otro día, de especial rigor, unos sádicos familiares se apresuraron a llamar por teléfono para comunicarnos que en San Rafael tienen que dormir con manta y las ventanas cerradas. Tengamos calma. Eso ha sucedido siempre y dudo que la temperatura ambiente de esta ciudad haya subido de forma excesiva. Empiezo a considerar que hubo motivo, aunque estólido y estúpido, para quitar de nuestras calles los postes que nos informaban de la hora y de las variaciones del calor o el frío. Quien lo hizo seguramente pensaba que, al no tener constancia directa, los madrileños no padeceríamos los rigores, lo cual es mentecato.
Siempre fue extremado el verano, generalmente corregido por el aire serrano, bien que, en efecto, tengamos jornadas, pocas, en que no se mueve una hoja y el bochorno llegue a ser sofocante. Nada nuevo. Contra ello se ha luchado siempre, con mayores bríos que ahora. Leí cierta información donde se criticaba acerbamente que las residencias de ancianos, en general, carecen de aire acondicionado. ¡Toma, y mucha gente más! El bienestar que se ha alcanzado en relativamente poco tiempo induce a mayores exigencias. ¿Sabían ustedes que en 1970, ayer como quien dice, sólo el 30% de la población del mundo en desarrollo tenía acceso al agua potable? Hoy dispone de ella el 80% de ese mismo área. La esperanza de vida en 1900 estaba en los 30 años. Ahora se fija en los 67 y crece el número de ancianos que rebasa los 80.
Ocurre que las actuales generaciones encuentran natural el hecho de disponer de luz eléctrica, teléfono, refrigeración, comunicación sin barreras por Internet. Muchos de esos inventos sólo se han generalizado apenas hace 20 años. Una casa burguesa en Madrid, en un barrio rico, podía tener 10 o 12 habitaciones y 200 metros cuadrados de superficie, pero no disponía más que de un cuarto de baño y quizás un retrete para el servicio.
Luchábamos de otra forma contra la canícula, empezando por la manera de vestir. Para defenderse del calor no es lo mejor ir medio desnudos, fíjense en los tuareg, que tanto salen en documentales y películas africanas: van cubiertos, excepto los ojos. Nuestros abuelos se cubrían la cabeza con el canotier, un sombrero duro de paja, que no pesaba -no digamos el jipi panameño-, y vestían en la ciudad con chaquetas, cada día más difíciles de encontrar, de las llamadas milrayas, o simplemente, sin forro. También ha desaparecido una magnífica prenda estival masculina, la guayabera, o guayabana de hilo, de algodón, de lino, que daba mejor apariencia a los varones que la camisa, de mangas cortas o largas. Los calcetines ya no forman parte del calzado de los hombres, ni son apreciados aquellos mixtos en cuero blanco, negro o de color. No vale la pena reivindicar la memoria de los de rejilla, espantosos desde el punto de vista estético, o esas siniestras sandalias que quieren ponerse de moda.
Las mujeres, aparentemente, salen ganando, pero algún sentido tuvieron las pamelas, las sombrillas, el abanico, complementos de la más depurada moda y por consiguiente utilidad. No todas las damas de hace un siglo veraneaban en San Sebastián, en Gijón, en Santander o en La Toja. La mayoría, durante más o menos tiempo, aguantaba la canícula, combatiéndola de manera racional. Se encuentra hoy poco extendida, sorprendentemente, la precaución de cerrar ventanas, echar persianas y cortinas cuando la casa se ha ventilado a primera hora de la mañana, siguiendo la irracional manía de tenerlo todo abierto con la ilusoria esperanza de que se produzca la corriente de aire, ausente hasta el anochecer.
Defenderse de la sed lleva al equívoco de los helados o las colas, alguno de cuyos ingredientes la provoca, precisamente para inducir al consumo, y hemos proscrito la rica agua de cebada y la horchata, que tienen efectos más beneficiosos. En términos generales ganamos tanto en confort que la ausencia más mínima nos incordia y enfada. Porque, sépanlo ustedes, el mundo está cambiando a mejor, aunque algunos pelmazos se empeñen en lo contrario.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.