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Columna
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Homosexuales

El trabajo que cuesta ser normal. La verdad es que la sociedad establecida es muy rara, está llena de gente con la manía de opinar y decidir sobre la vida privada de los otros. Como si costase poco esfuerzo ligar, enamorarse, convivir, acostumbrarse a los malos despertares y a los vicios del otro, a las batas de por la mañana y a los fracasos de por la noche, llega la gente y se pone a considerar, a exigir, a denigrar, convirtiendo cada lecho en un circo romano y cada opinión en una mano sentenciosa con el dedo pulgar hacia abajo. Sobre las barras de los bares se sirve media ración de chistes, en los cafés de los señores y las señoras de bien flota el terrón de sal de una indignación que no llega a disolverse y los sacerdotes convierten sus sermones en una lección de derecho civil. A mí me parece muy bien que los obispos decidan sobre la vida de los católicos, pero no consigo acostumbrarme al empeño trasnochado que muestran por regular las leyes de un estado laico, por imponer sus ideas sobre los matrimonios civiles y por utilizar la presión de unos debates morales descolocados para defender sus escandalosos privilegios económicos. La Iglesia no tiene ningún derecho a mezclar el culo, las vaginas o los penes con las témporas. Y hasta la gente liberal resulta cargante cuando habla de tolerancia en los asuntos sexuales. ¿Tolerar? ¿Es que yo necesito que alguien me perdone la vida, que alguien me regale su magnanimidad, que alguien me permita ser como soy? Más que tolerancia, necesitamos el reconocimiento de unas leyes, el amparo legal de unos derechos, unas normas que aseguren la libertad y la igualdad en la convivencia. Pero cuesta mucho trabajo ser normal, es decir, estar amparado por las normas.

Las discusiones sobre el matrimonio homosexual nos implican a todos, porque ponen sobre la mesa una reflexión global sobre la convivencia. Dejando a un lado la falta de respeto civil de la Iglesia católica, la opinión que más me irrita es la de aquellos que niegan a los homosexuales el derecho al matrimonio en nombre de la libertad y la marginalidad. Piensan que el amparo de las leyes y la política mancha la belleza de la rebeldía. Nada es más reaccionario que identificar las leyes con la falta de libertad, porque las normas sociales son precisamente las que aseguran la libertad de los individuos, más allá de la fuerza bruta, los prejuicios sociales o las sorpresas de la tolerancia. La lógica de los reaccionarios suele plantear las discusiones como si se estuviese defendiendo el aborto obligatorio para todas las mujeres embarazadas o el matrimonio forzoso para todos los homosexuales. Y de los que se trata es de asegurar el respeto legal a la voluntad de unos ciudadanos. El matrimonio homosexual nos afecta a todos porque demuestra que las leyes, las constituciones, las costumbres sociales no son una verdad estática, sino un movimiento perpetuo en favor de la libertad de unos seres que tienen el derecho a decidir, a ser personas normales, a estar amparados por las normas. Pero qué trabajo cuesta ser normales, tener la oportunidad tranquila de decidir sobre la propia vida, casarse o no casarse, salir del armario o quedarse en el armario. Tenemos derecho a que las leyes nos dejen tranquilos con nuestros fantasmas particulares.

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