Recomponer la nostalgia, bailar con ella
Sin lugar a dudas, este año el más veterano de nuestros festivales de jazz está siguiendo al pie de la letra la máxima ya esbozada a lo largo de sus 39 ediciones: entender el jazz como la más abierta de las músicas. En la tarde del martes, Rickie Lee Jones se acercó al jazz con malévola picardía, después el gran Steve Winwood lo utilizó como un ingrediente más de un suculento puchero muy bien cocinado y al final un puñado de hijas de famosas estrellas del soul se paseó de puntillas a su alrededor.
El auditorio del Kursaal no se llenó esta vez para oír a Rickie Lee Jones. Sobria y parca en palabras, la cantante y compositora de Chicago volvió a demostrar que lo suyo es explicar historias. Su voz penetrante puede, en la misma canción, chirriar como una vieja puerta sin engrasar o acariciar suavemente hasta hacer creíbles historias que pueden ir de lo morboso a lo sentimental.
Acompañada de viejos colegas, como el guitarrista Sal Bernardi, se paseó por muchos de los temas de su último disco y los aderezó con estándares (Lili y On the street where you live) y viejas canciones propias, llegando incluso a hurgar en su lejano primer disco (Coolsville y Last chance Texaco). Suaves melodías folk flirteaban abiertamente con el jazz trufado de blues cuando estuvo sentada al piano y de una acidez más country cuando tomó la guitarra. Tras casi dos horas de concierto, Rickie Lee Jones se despidió sin decir adiós ni ofrecer ningún bis. Así es ella.
La plaza de la Trinidad sí que se llenó para recibir a una leyenda viva como Steve Winwood y el espectáculo de The Daughters of Soul. Una larga velada que pasó de la intensidad inicial marcada por el británico a lo puramente colorista de las seis vocalistas que le siguieron.
Winwood comenzó jugueteando con ritmos latinos en los que introducía tanto las distorsiones guitarreras de Jimi Hendrix como la potencia del rhythm and blues. Su órgano Hammond y su voz rugosa se pasearon por toda su historia poniendo en evidencia la actualidad de Traffic (soberbia versión de Low spark of the high Heeled Boys) o Blind Faith (Can't find my way home, sin que se notara la ausencia de Clapton). Cuando el maestro tomó la guitarra, el personal se puso en pie como activado por un resorte, pero fue del Hammond de donde surgió el swing más apabullante.
Un concierto modélico, denso y cargado de energía inclasificable, servida con un entusiasmo que se contagió de inmediato a toda una plaza de la Trinidad que acabó bailando a los sones aún jóvenes de Gimme some lovin.
No hubo nada de nostálgico en la actuación de un imponente Steve Winwood que inteligentemente supo recomponerla para mirar hacia el futuro. Todo lo contrario al concierto que le siguió, basado esencialmente en la nostalgia, pero revivida no por sus protagonistas, sino por su descendencia. The Daughters of Soul son lo que su nombre indica: un banda que agrupa alrededor de Nona Hendryx (única auténtica diva) a hijas de otrora famosos como Nina Simone, Chaka Khan o Danny Hathaway.
Ya desde el primer momento se notó que las niñas habían mamado soul y, sobre todo, el dulzón funk que se alzó a las listas de éxitos a finales de la década de los setenta. Concierto simpático, cargado de ritmo, pero lastrado por el exhibicionismo del show business al uso. Brilló la voz de Simone sobre un entramado que buscaba el éxito de la nostalgia sin intentar, como mínimo, la necesaria puesta al día.
Al final, lo mejor fue volver a bailar Lady Marmalade desafiando por unos minutos al paso del tiempo.
Babelia
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