Modelo socialdemócrata y Estado social
Confundir el Estado social con el Estado de bienestar que creó la socialdemocracia es un malentendido difícil de desarraigar. Desde esta confusión, los hay que rechazan algo tan palmario como que el modelo socialdemócrata de Estado de bienestar haya sido catapultado al basurero de la historia. La prueba que aportan es que los presupuestos de los países de nuestro entorno dedican al gasto social más del 40%, una cantidad que antes de la II Guerra Mundial ni el más optimista se hubiera atrevido a soñar. No se habría acabado el modelo, sino simplemente ha llegado a un tope que no cabe sobrepasar sin afectar gravemente a la economía. Tenemos que cumplir con las demandas sociales -en Europa resulta impensable no satisfacer las más elementales-, pero dentro de límites que podamos soportar.
Permítaseme que empiece con la "teórica", como suele reprocharme un amigo. Tres componentes básicos constituyen el modelo socialdemócrata de Estado de bienestar. En primer lugar, parte del supuesto de que la economía de mercado, abandonada a sí misma, trae consigo una acumulación de la riqueza en cada vez menos manos, lo que, además de ser incompatible con la justicia, a la larga impide la paz social. La intervención del Estado en la economía resulta indispensable, tanto para mantener la libre competencia en los mercados -sin controles externos tienden al monopolio- como para garantizar una distribución equitativa de la renta. Incluso en la versión más desleída del Programa de Bad Godesberg (1959), el principio fundamental es "tanto mercado como sea posible, pero tanta planificación como sea necesaria". El modelo socialdemócrata reconoce las ventajas de la propiedad privada en la organización de la economía, pero no cree que el mercado por sí solo sea capaz de resolver los intrincados problemas de una distribución equitativa de la riqueza. La socialdemocracia rechaza el colectivismo estatalista, pero también el fetichismo del mercado.
En segundo lugar, la capacidad de llevar a cabo una reforma continua del capitalismo, ambición constitutiva del socialismo democrático, depende de la fuerza que tenga "el movimiento obrero". Por tal se entiende la sinergia de un gran partido político de masa con un sindicato fuerte. El modelo socialdemócrata precisa de un partido de masas, enraizado en la sociedad, con sus instituciones culturales, deportivas, benéficas propias, vinculado a un movimiento sindical con amplia representación en los lugares de trabajo. Sin una presencia fuerte del partido y el sindicado en la sociedad, además de muchas otras organizaciones adheridas, la relación de fuerzas no permite actuar como corrector del capitalismo.
En tercer lugar, unas condiciones socioeconómicas que permitan ir superando el modelo tradicional de Estado social, para llegar a uno de bienestar, en el que el objetivo principal es conseguir una mayor igualdad social que se traduzca en libertades crecientes para los trabajadores. Además de seguridad en los momentos críticos que ofrece el Estado social, el modelo socialdemócrata aspira a cambiar la sociedad, haciéndola más igualitaria y solidaria, poniendo a disposición de amplios sectores populares servicios que mejoren la calidad de vida. Únicamente sobre una economía sólida y equilibrada cabe ir desarrollando paso a paso el Estado de bienestar, que supone modificaciones sustanciales en las relaciones de clase. Otorgar una ayuda que permita vivir a cualquier ciudadano que por las razones que fuesen no estuviera en condiciones o dispuesto a trabajar, supone un salto cualitativo en relación con el Estado social. El modelo socialdemócrata acabó con la maldición de que el que no trabaje no coma, injusta, porque sólo afecta a los que no tengan otros ingresos, sin contar que suprimirla dignifica el trabajo (salario y condiciones tendrán que estar en consonancia), al convertirlo, con la sobrevivencia garantizada, en voluntario. Si el fin es la libertad de todos, nadie puede estar obligado a nada.
Objetivos que se pensaba sólo se alcanzan si gracias a un crecimiento continuo, sin que se dispare la inflación, se logra mantener el pleno empleo. No hay Estado de bienestar sin pleno empleo; con paro, desaparecen del horizonte las demás políticas de bienestar y la única reivindicación de la gente es tener trabajo. ¿Cómo pretenden mejores salarios, más tiempo libre, estas o aquellas mejoras sociales, cuando millones están en la calle? En efecto, nada modera ni disciplina tanto a la clase trabajadora como un paro alto.
No creo que a estas alturas haya que esforzarse en mostrar la evidencia de que, por una amplia gama de factores que sería muy largo exponer, desde la segunda mitad de los setenta, este modelo ha ido desmoronándose en los pocos Estados europeos en los que había empezado a cuajar. Hoy no se dan ninguno de los tres supuestos enunciados: los partidos socialistas ya no sólo no debaten el modo de superar el capitalismo, es que ni plantean estrategias para corregirlo; el movimiento obrero, la alianza de un gran partido de masas con un sindicalismo fuerte, se ha evaporado, incluso como concepto; en fin, el que en los últimos 30 años arraigase un desempleo cercano al 10% ha convertido el modelo socialdemócrata, no ya en una meta inalcanzable, sino en pura insensatez, máxime cuando se ha vuelto, caído el bloque soviético, a la mundialización que había alcanzado ya el capitalismo antes de la I Guerra Mundial. El desplome del colectivismo estatalista terminó por dar la puntilla al modelo socialdemócrata.
Es bien sabido, por otra parte, que el Estado social nació no sólo al margen del movimiento obrero, sino incluso como un instrumento para domeñarlo. Baste recordar que en la Alemania imperial Bismarck puso en marcha el seguro de enfermedad, de invalidez y de vejez, como política complementaria a las "leyes antisocialistas" que prohibieron el SPD. En España, los antecedentes del Estado social hay que buscarlos, en teoría, en los institutos sociales de la Iglesia, pero, en la práctica, lo impulsa la dictadura de Franco. El Estado social incluye desde un principio la sanidad y las pensiones, a las que hoy se añaden otros dos grandes capítulos, el de la educación, que en algunos Estados europeos precede a los dos anteriores en más de un siglo, y el desempleo, el último en llegar, ya de origen netamente socialdemócrata, que se remonta a la Constitución de Weimar. Educación, sanidad, pensiones y subsidio de desempleo configuran las cuatro columnas del Estado social, a las que va a parar casi la mitad de los presupuestos europeos y que, efectivamente, salvo unos pocos neoliberales contumaces, nadie en Europa pone en cuestión. Harina de otro costal es que el tema principal de discusión sea hoy cómo conciliar estas exigencias sociales, que se reputan indeclinables, algunas, como la educación, fundamentales para afirmarse en el mundo de hoy, con un desempleo endémico, una economía que crece lentamente y el riesgo de que repunte la inflación.
En una España que rehúye la crítica como la peste es muy de agradecer la que me dedica Fernando Álvarez-Uría en EL PAÍS del 21 de julio. ¿Estamos irremediablemente instalados en el capitalismo? Yo no lo creo, no sólo, como decía Paul Valéry, porque ahora sabemos que todas las civilizaciones son mortales, sino por los conflictos y desequilibrios que origina. Pero tampoco tengo fórmulas para evitar a corto plazo su enorme capacidad de destrucción, entre otras razones, porque se corresponde con una, al menos tan grande, de innovación y desarrollo. Hemos aprendido de una dura experiencia que no podemos oponer al capitalismo una alternativa global, pero por ello no dejamos de buscar correcciones que nos permitan ir transformándolo en uno "con rostro humano". La historia del último medio siglo abona la esperanza. El capitalismo, como toda institución humana, cambia permanentemente, y si es cierto que hay que esforzarse por ir mejorándolo, también puede empeorar, y los datos que se acumulan en los últimos decenios hablan más bien en esta dirección. Al fin y al cabo, poco importa lo que pensemos Álvarez-Uría y yo; el hecho contundente al que me refería en mi artículo es que son los partidos socialistas los que consideran irremediable la instalación en el capitalismo, al menos en el corto plazo que cuenta para hacer política. Y ello porque saben perfectamente, a diferencia de mi crítico, que la UE supone una jaula de oro que ofrece muchas ventajas, entre las que no pocos consideran la principal el que impide cualquier experimento que cuestione lo más mínimo el orden capitalista en su pureza liberal.
Prueba palmaria de que la historia ha barrido el modelo socialdemócrata, el socialismo democrático, o como queramos llamarlo, es que los partidos socialistas anden a la búsqueda de algunos elementos diferenciadores en el plano de los derechos civiles, ya que en política socioeconómica -son habas contadas, con muy poco espacio para propuestas heterodoxas- no pueden ofrecer elementos que los distingan de sus competidores. En España vuelven a descubrir que la fuerza del cambio radica en la sociedad; por eso se llaman socialistas, y no estatalistas que basan la política de igualación social en la intervención del Estado. Como nuevas señas de identidad se agarran a los derechos humanos, con énfasis especial en los de la mujer, y a la defensa de las minorías sociales discriminadas. Es bueno para desatascar la sociedad de viejos prejuicios, pero, realizadas las reformas legales pertinentes, esta política se agota pronto. La UCD no pudo vivir largo tiempo de la primera modificación importante en esta dirección, la ley de divorcio, que contó también con la oposición de la Iglesia. En otra ocasión pondré de relieve cómo "el socialismo de los ciudadanos", o las referencias al "republicanismo", son salidas coyunturales que sólo enmascaran la cuestión esencial de que falta una política, verdaderamente innovadora, en educación, empleo, sanidad y pensiones.
El que el PP acabaría con el Estado social es una falacia que se arropa, justamente, en confundir el Estado social con el modelo socialdemócrata. Mixtificación que da por descontado que los socialistas serían los únicos que lo defenderían, ya que los populares, liberales y conservadores en el fondo tienen que estar en contra. Argucia que tuvo su efecto electoral en 1993 y 1996, pero que siga propagándose después de ocho años de Gobierno del PP revela las raíces interesadas de tan persistente malentendido. El Estado social no es creación directa del movimiento obrero, ni son los socialistas los únicos convencidos de su necesidad, ni mucho menos los únicos dispuestos a gestionarlo; ni siquiera garantizan que no lo rebajarán a los límites que pida la economía. Si no ofrecen más, bien se puede decir que la socialdemocracia ha desaparecido como una fuerza social transformadora. De lo que no tengo la menor duda es de que la historia no se detiene, y surgirán, están surgiendo, nuevas formas de resistencia y de cambio.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
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