Religiones
Desde hace días, o quizá semanas, porque en verano el tiempo es relativo, Barcelona se ha convertido en punto de encuentro de las religiones del mundo. Como se trataba sobre todo de confraternizar, se ha evitado cualquier atisbo de debate. Cada religión, en consecuencia, se ha limitado a mostrar su mejor sonrisa y lo más vistoso de su ritual, es decir, un mensaje de amor universal, música, estampados y, en algunos casos, gastronomía. Así no hay quien se resista. Ha habido conversiones masivas y varias confesiones que hace un mes nadie conocía andan buscando un local céntrico para establecerse en forma permanente.
Con mucha cautela, para no despertar al fantasma de antiguos oscurantismos, pero convencida de que este festival de buenas intenciones es más corrosivo que las persecuciones de Diocleciano, la jerarquía católica ha señalado los posibles peligros del exotismo. Bien por nuestras jerarquías. En principio, una religión que se precie ha de basarse en una cosmología inverosímil pero coherente y resolver, en la medida de lo posible, los grandes enigmas a que se enfrenta el ser racional, consciente de su propia existencia y también de su inevitable extinción, y no debe limitarse a fomentar las relaciones cordiales con el vecino, con las nubes y con las ballenas y a proponer dietas y sahumerios contra el colesterol, como hacen las religiones modernas o las versiones modernas de religiones antiguas pero remotas y, por lo tanto, más fáciles de vender.
Bien es verdad que las grandes religiones siempre han tenido tendencia a encarnarse en una raza, una nación o una colectividad predestinada a imponer sus dogmas al mundo entero por las buenas o por las malas. En cambio las religiones de incienso y pandereta, salvo que las gestione un loco con tendencias suicidas, suelen ser inocuas. Por lo demás, unas y otras siempre han convivido. Aquí mismo y no hace tantos años, la Inquisición quemaba herejes mientras viejas tuertas remendaban virgos y vendían amuletos contra el mal de ojo.
Como fiel descreído, yo no espero que el encuentro que ha tenido lugar en Barcelona arroje mucha luz sobre la oscura noche del alma, pero quizá sirva para redefinir la confusa frontera que separa el fundamentalismo y la banalidad.
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