Ganas de optimismo
Hay ganas de optimismo. Lo que no significa necesariamente que la gente sea optimista, sino que querría serlo. Este deseo se refleja en el pulso previo a las elecciones del 2 de noviembre entre George W. Bush y John Kerry. Cuando hoy se abra en Boston la Convención Demócrata, Kerry sabe que está ante lo que puede ser su última oportunidad de mover unos sondeos que parecen fijos desde hace semanas, reflejo de la profunda división del país. La elección de su compañero de ticket, John Edwards, no le ha traído, de momento, mayor intención de voto. Pero sí le ha aportado ese complemento de optimismo, pues como ha afirmado el propio candidato demócrata a vicepresidente "la gente está desesperada de sentirse optimista de nuevo".
No hay que pensar que se enfrentan optimismo y pesimismo. No. Hay una lucha abierta por capturar esas ganas de optimismo. El propio Bush ataca a Kerry por "pesimista" y asegura que él es el optimista. Es decir, que ha contribuido, por ejemplo con la guerra de Irak, a hacer del mundo un "lugar mejor y más seguro". La realidad es la contraria, la que refleja la otra cara de Bush, la de la estrategia del miedo, cuando agita el espectro de un nuevo ataque terrorista contra EE UU -amenaza real-, mientras el aumento de soldados norteamericanos muertos y heridos en Irak abona el pesimismo, aunque Kerry no se ha sacado de la chistera ninguna solución milagrosa para la tragedia inducida.
Las Convenciones son un circo, pero pueden tener impacto. Estos días se recordaba cómo el beso en público de Gore a su mujer Tipper en la del año 2000 le hizo subir ocho puntos de repente. O que en 1996 Clinton entró tercero en la Convención y salió de ella como un cohete. Bush, que tiene la ventaja de celebrar su Convención Republicana a principios de septiembre en Nueva York, tiene aún cartas que jugar. Para empezar, confirmar a Cheney como candidato a vicepresidente, o elegir otra persona que aporte más optimismo a la vez que aún puede señalar que otros altos cargos que no transmiten optimismo, como el secretario de Defensa Rumsfeld, no le acompañarán en el segundo mandato al que opta. Incluso puede intentar transmitir el colmo del sentido del optimismo para algunos en este contexto, que es el anuncio de una nueva rebaja en impuestos. Por no hablar de posibles sorpresas de octubre en la campaña más cara, por ambos lados, de la historia de la democracia americana.
Los Juegos Olímpicos, símbolo de paz y entendimiento en competencia, se van a abrir en agosto en Atenas militarizados, armados y bajo el peso de diversas amenazas. La tregua, de alto valor simbólico y no se sabe si real, anunciada por Bin Laden de tres meses para que los europeos que las tuvieren sacaran a sus tropas de Irak ha expirado. No son tiempos de optimismo. Pero hoy los que triunfan venden optimismo. Es lo que hizo Zapatero en España. Está por ver si Blair sobrevive no sólo a su posición en la guerra de Irak sino al fin de la era de la permisividad que acaba de anunciar. Y junto al optimismo, están los buenos modos, de Madrid -donde la nueva situación política es bien valorada por los ciudadanos que conceden buena puntuación tanto al actual presidente del Gobierno como al jefe de la oposición- a Malaisia, donde el nuevo primer ministro (elegido en elecciones democráticas en un país de mayoría musulmana), Abdulá Badawi, se define más como "comunicador" que como "orador" e insiste en poner por delante el estilo, eso que aquí se llama el talante. El problema de Bush no está en su talante. Siempre es un reto transformar el talante en talento.
Puede alimentar el optimismo el hecho de que Fahrenheit 9/11, el panfleto -pues de un panfleto político en la mejor tradición se trata- de Michael Moore contra Bush se haya convertido en la cuarta o quinta película más taquillera en EE UU en estos momentos. Pero las ganas, los deseos no satisfechos producen frustración. Y al final, en EE UU van a ganar o perder no las ganas de optimismo, sino las ganas de sacar a Bush de la Casa Blanca o el temor a meter en ella a Kerry. Ganas, pues; no razones.
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