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Columna
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Clementinas y gallardones

En un libro reciente, Bush country, escrito por el periodista norteamericano John Podhoretz, se exalta la infinita capacidad del mandatario norteamericano para provocar a los sectores liberales de su país hasta volverlos locos (insane). El caso de José María Aznar es diferente porque da la impresión de, no sólo provocar al adversario, sino desconcertar hasta el extremo a los propios. Un político derrotado y tronchado merece piedad, redescubrir las buenas intenciones que en su día tuvo y extraer lecciones de su experiencia. Pero, con pertinacia digna de mejor causa, no nos deja José María Aznar actuar de esta manera.

Hace unos sesenta años en la Embajada española en Washington, sin relaciones diplomáticas con Franco, el diplomático José Félix Lequerica trató de salvar el aislamiento internacional del régimen por el procedimiento de recurrir al lobbying. Así se le comunicó a Franco, del que consiguió los recursos oportunos. Uno de quienes le ayudaban se llamaba Manuel Aznar, el abuelo del futuro presidente. Se trataba de colaborar a la supervivencia de la dictadura y algo lograron (convenientemente premiado en forma de embajadas para el segundo).

Hoy, la Historia se repite en forma de caricatura. Ahora no se trata de salvar un sistema político, sino de conseguir un pedazo de vil metal. Aquello podía ser perverso, esto es diminuto, minúsculo hasta lo ridículo. Los otros términos a los que parece necesario recurrir para aludir a la cuestión resultan más gruesos. Constituye, por ejemplo, un esperpento de categoría que el país que ha estado más en contra de la intervención en Irak emplee una parte de sus impuestos en la promoción de un premio, dado por otros, a quien, de modo desatentado, le condujo por una senda contradictoria con sus deseos. Es una vergüenza que se pretenda encubrir en un contrato normal de asesoría de intereses públicos un propósito privado en el que no cabe la menor duda de que se ha avanzado en los consiguientes gastos. Desde un principio, todo lo realizado caía dentro del terreno de la necedad, porque era bien evidente que la transparencia del lobbying norteamericano permitiría detectar lo sucedido cuando, además, era perfectamente factible una financiación privada del propósito. Adviértanse las condiciones en que queda una administración diplomática española en la que el superior jerárquico es incapaz de distinguir entre la diferencia de la promoción de la mandarina clementina y la condecoración no deseada por la mayoría de los españoles. O la de un embajador inhábil para escribir ocho folios de alabanza partidista a su presidente (lo que tampoco debió hacer en cualquier caso).

El caso asemeja a una especie de Filesa privado y en tono menor, pero también más desenfadado. Se recurrió entonces a dinero privado a cambio de favores, pero los beneficios fueron a manos de un partido. Ahora, para un fin individual, se recurre a la caja común por el simple gesto de estirar la mano.

Tres reflexiones más. ¿Cómo se compatibiliza la ideología liberal tan entusiásticamente defendida desde FAES con esa amalgama entre el interés público y privado tan habitual en el neoconservadurismo? La forma de privatizar empresas públicas y tratar a medios de comunicación se reproduce de nuevo. En segundo lugar, Pietro Roncini, un psiquiatra del Parlamento italiano descubrió entre los parlamentarios de su país, ante todo, las patologías de megalomanía y narcisismo. Habría que invitarle a contemplar y dictaminar otros ejemplos más estridentes, como el que nos ocupa. Casos de desequilibrio se han producido en España con el abandono del poder, pero no durante su ejercicio.

No es momento aquí de abordar la posible salida a toda esta turbia cuestión. A pesar de la gravedad de lo sucedido, sería recomendable una cierta benevolencia aunque fuera inmerecida. Y para ello hay buenas razones que derivan de la situación política. La baja calidad de la democracia española no sólo permite que pasen estas cosas, sino que amenaza con la posibilidad de que en adelante nos enzarcemos durante meses en una exasperada agonía de reproches, de política retrospectiva y de odiosidades sin cuento. No habría que olvidar lo acontecido, pero tampoco enquistarnos en la pelea.

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