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VIAJE DE CERCANÍAS
Columna
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La ola de calor

Siempre que oigo anunciar una ola de calor, una gota fría, un ciclón o un temporal de nieve, recuerdo un artículo de E.B. White publicado en The New Yorker, hace muchos años, en el que este escritor apenas conocido entre nosotros seguía minuto a minuto el curso de un temible tornado llamado a arrasar pueblos enteros, de este a oeste en los Estados Unidos. En las emisoras de radio y en las televisiones entrevistaban a los gobernadores de los estados por los que iba a pasar el temible huracán. Y éstos explicaban lo que iba a ocurrir de un momento a otro, y cómo iban a afrontar la fuerza desatada de la naturaleza. Oírlos te ponía los pelos de punta. Imaginabas casas volando, gente amarrada a los postes, coches volcados en las carreteras, árboles destrozados. Un auténtico horror. Pero lo que ocurrió fue que el tornado, inesperadamente, no sólo cambió de rumbo sino que también perdió intensidad, tal vez para poner en ridículo a los gobernadores de aquellos estados que iban a sufrir la peor catástrofe de su historia. La gente se alegró mucho, aunque también se sintió defraudada porque le habían creado falsas expectativas. Los gobernadores ya no sabían qué decir. No sabían si pedir disculpas o dar las gracias. Y los reporteros se mostraban confundidos y absolutamente ridículos. Algo así como debe sentirse un anfitrión cuando despide a los invitados después de una cena interminable y, de pronto, sin previo aviso, los vuelve a ver entrar por la puerta porque algo ocurrió (quizá el pinchazo de un neumático) y te preguntan si puedes echarles una mano, o si pueden quedarse a pasar la noche aquí. Entonces detestas a los invitados. Maldices la cena. Pensabas que todo había salido a pedir de boca. Y ahora la situación daba un vuelco. ¡Vaya fastidio! Y encima tenías que sonreír.

Estamos en alarma terrorista de calor. Nos la hemos ganado a pulso. Ahora se nos moviliza para combatir el efecto y no la causa. Y con abanicos

Ahora se anuncia la ola de calor y antes de que llegue ya estás acalorado. Todo el mundo habla de ella. Sudas y no deberías de sudar porque si la ola viene el viernes, y hoy es miércoles, y las temperaturas todavía son soportables, no tendrías que sudar de este modo. Pero en la radio quieren que sudes. Si sudas sigues conectado a esa emisora donde te dirán lo que tienes que hacer en el momento preciso de la ola. Anuncian de todo: desde ventiladores hasta aparatos de aire acondicionado, pasando por una enorme variedad de bebidas y helados que te van a quitar el calor. Notas la boca seca. Te levantas, aunque querrías no levantarte, para ir a la nevera y sacar una de esas bebidas. ¿Agua? No, agua no. Agua has de beberla siempre. La ola consiste en eso: tragas agua y expulsas agua, además de cualquier otro refresco. Los expertos han dicho que por debajo de dos litros de agua al día, a lo mejor no acabas el día. Nunca bebiste tanta agua como bebes y quieren que bebas ahora. Agua embotellada, por supuesto. Haz caso a la chica del anuncio que se humedece el gañote desde el cuello hasta la camiseta sin sujetador. Pero cuidado: a ver si en lugar de combatir el calor te ponen a hervir y eso te deshidrata. Luego piensas: se agotará el manantial cuando todos quieran beber el agua que anuncia esa modelo. Nos quedaremos secos.

Y sales disparado hacia las grandes superficies. Reconoce que eres dócil y previsor. ¿No lo han dicho por la radio? Dijeron que no lo dejes para el último momento. Que te ocupes de los parientes de avanzada edad. Y por eso telefoneas a tu tía nonagenaria. Le dices que beba mucha agua aunque no tenga sed. Si el calor le nubla la vista, si nota algo que no es normal, tiene que avisarte. O llamar a los servicios de emergencia del calor. Le das el número. Insistes. Por Dios. Que no le ocurra lo que le pasó el verano pasado a muchos ancianos. Pero ella te tranquiliza: no ve la tele, no quiere que la asusten, se defiende con la corriente de aire, como toda la vida, una ventana y la puerta abiertas, y el aire, por poco que sea, circula. ¿O es que no lo recuerdas?

Sólo recordamos lo del verano pasado. En París se achicharraban en las residencias de ancianos. Y en los hospitales. Los bomberos echaban agua a los tejados porque el calor era fuego. No había aire acondicionado. Francia sin aire acondicionado. ¡Qué escándalo! Los cadáveres se apilaban en frigoríficos especiales. Algunos no fueron reclamados. Es triste: te mata el calor pero aún más la soledad y el abandono.

Ya está aquí. Ya notamos la ola. Palpamos el calor. Enchufamos todo lo que pueda producir un poco de frío. Vamos a la gasolinera a por hielo. Rezamos para que no haya cortes de electricidad; sería criminal. Llenamos la bañera, por si acaso. Bajamos persianas. Encerramos el sol en la playa, no lo queremos en ningún sitio más. Allí podemos achicharrarnos a placer. No importa. Es saludable cierta variedad de masoquismo. Pero en cuanto salimos del solarium y pisamos la acera, el asfalto y el sol son una misma cosa. Maldices que las autoridades no hagan algo para refrigerar las calles.

¿Es cierto que esta ola de calor (como la gota fría) se produce por nuestra culpa? ¿No firmamos el tratado de Kioto que se negó a firmar el guerrero de Washington? ¿Se van a destruir los misiles tierra-aire lanzados contra la capa de ozono? Estamos en alarma terrorista de calor. Nos lo hemos ganado a pulso. El comando suicida somos nosotros. ¿Quién, si no, ha creado, armado y provocado al enemigo? Ahora se nos moviliza para combatir el efecto y no la causa. Y con abanicos. Cuando lo interesante sería descubrir si tras las grandes marcas del frío están las grandes productoras del calor.

Ojalá pase de largo, o con mínimos estragos, la ola de calor, como pasó el tornado de E.B. White dejándonos su aleccionador relato. Releo este autor con gusto. Lo recomiendo porque es fiable, sincero y sensato. Por eso vuelvo a sus páginas y a las de quienes sin hacer una política determinada cuestionan entre líneas cualquier política y, sobre todo, la de los necios y de los aprovechados. Con frío o calor es la única que nos asfixia a cualquier hora.

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