Verse las caras
Todo el mundo lo sabe: una sala de cine es como debe ser. En ella, uno intenta olvidarse de sí mismo para meterse mejor en la película. La disposición de los asientos ayuda: nadie ve la cara de nadie, pero todos ven la pantalla que cuelga por encima del patio de butacas. La pantalla es una ventana por donde se espía un mundo prescrito que nos hace reír o llorar, pero en el que ya no se puede intervenir (Hitchcock, no te olvidamos). Inversamente, la película se desenrosca insensible a las emociones que puedan suscitarse allí abajo. Ahora, si sustituimos la pantalla por un orador, tenemos una pésima sala de conferencias. Todo el mundo lo sabe. El orador, además de saber más, habla desde las alturas. El espectador de la primera fila evita pedir la palabra para salvarse de cien pares de ojos clavados en la nuca, y lo mismo hace el de la última fila, temeroso de que la audiencia en pleno retuerza el pescuezo 180 grados para sancionar su osadía con una mirada descreída.
Una sala para explicar anatomía es como debe ser. Los asistentes ocupan el interior de una superficie cónica desde donde todos se ven las caras y desde donde se domina la evidencia, el cuerpo que disecciona el maestro, en el vértice inferior. El sabio mira hacia arriba, la audiencia hacia abajo. La diferencia de altura compensa la diferencia de autoridad. El que habla tiene, en la expresión del rostro ajeno, el reflejo instantáneo de sus palabras, una recompensa que anima a pedir la palabra, aunque sólo sea para ponerla a prueba. Ahora sí, el aula de anatomía es una espléndida sala de conferencias. Todo el mundo lo sabe.
Pero las salas de conferencias suelen ser casi siempre salas del tipo sala de cine. Y nadie sabe bien por qué.
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