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Columna
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Lo que pudo ser

Pudo ser, imaginémoslo, que el PP hubiera ganado las últimas elecciones generales en las circunstancias, incluidos los errores del Gobierno los días previos, en que se produjeron. Si tal hubiera sucedido, podemos imaginar igualmente que a nadie se le hubiera ocurrido cuestionar abiertamente los resultados electorales, ni hacer juicios de valor sobre los electores, a pesar de que la "desgracia" ocurrida habría influido igualmente sobre el resultado de las urnas. La puesta en cuestión no se habría producido porque en ese caso los resultados no se habrían apartado de lo previsible, habrían reafirmado un curso natural que la desgracia no habría modificado. Supongamos que alguien, X, en su trayecto entre dos destinos se halla en un punto determinado con una bifurcación, dos caminos, A y B, que lo conducen ambos al destino de llegada, aunque él suele optar por el camino A porque es más corto. Habiendo llegado a la bifurcación, X ve caer un rayo en el camino A y duda por cuál de los dos caminos ha de continuar. Si opta por el camino B, diremos que la caída del rayo ha influido en su decisión, mientras que si no modifica su ruta habitual, a pesar del rayo, concluiremos que éste no ha contado para nada en su criterio.

El PP lleva meses empeñado en hacernos ocupar el lugar de Dios, que es el papel que yo trato de ejercer en estos momentos: situémonos en un lugar que tenga en cuenta todas las posibilidades, las que se realizaron y las que no, y juzguemos. Pero ellos, los del PP, ocupan en cambio un lugar muy humano que se atiene a la lógica de la historia que acabo de relatarles. Un lugar muy humano o, como mucho, el de un Dios demediado. El cuerpo electoral no sería un conglomerado de voluntades, sino una voluntad única y compacta como la de X; la bifurcación de los dos caminos, el A y el B, se convertiría en habitual y previsible, cuando la virtud de las citas electorales está en convertirla en inhabitual e imprevisible, con lo que el PP parece estar dando por buenos unos supuestos resultados electorales previos a las elecciones mismas. El rayo no cae en la bifurcación misma, fuera de uno u otro de los caminos a tomar, sino en A, circunstancia que desbarata toda esta lógica fairy del PP y que debiera obligarle a librarnos de una vez de tanto divino disparate.

Porque el rayo, si rayo hubo, cayó efectivamente en A, es decir, en el PP, y creo que su preocupación debiera centrarse en indagar por qué les cayó a ellos. Bien, mintieron, y vamos a llamar al pan, pan, y al vino, vino. Pudieron no hacerlo, pero lo hicieron. Y al mentir, asumieron el rayo, aunque ya llovía sobre mojado, y convirtieron el camino A en uno de difícil tránsito. La intención era, evidentemente, la contraria, pero el error de cálculo los llevó a perder las elecciones en unas condiciones más vejatorias que si las hubieran perdido diciendo la verdad.

Juguemos de nuevo a la divinidad y al jardín de senderos que se bifurcan ante la pregunta sobre la verdad. Si no se sabía nada sobre la autoría del atentado, la verdad consistía en decir que no se sabía nada, y no que era ETA o que todos los indicios apuntaban a ella, cuando ninguno apuntaba a ella, salvo el hábito. Lo que la mayoría de la opinión pública intuía fue lo que acabó siendo la verdad, y en este caso los votos ratifican el criterio divino: no podía ser que el Gobierno intuyera menos, o supiera menos, incluso cuando ya los hechos cantaban. Y cantaban sobre 191 cadáveres y sobre las intenciones de los asesinos de volver a actuar, como luego se supo. ¿Qué hubiera ocurrido si el Gobierno hubiera puesto el acento donde sabía que debía ponerlo, en la protección a los ciudadanos y no en sus resultados electorales? Dejemos que Dios se guarde el resultado de esa bifurcación, pero hasta es posible que hubieran vuelto a ganar las elecciones, y de lo que no hay duda es de que, de perderlas, las hubieran perdido mejor.

Desde el poder es más fácil administrar la mentira, lo que también entraba en los cálculos. Desde el poder, la catástrofe les hubiera servido incluso para ratificar su política internacional, y hoy seguiríamos en Irak, y de manera elocuente. ¡Hay que ver lo que cuesta una mentira! Pero desde fuera del poder, borrar la mancha de la mentira exige esfuerzos ímprobos cuando no se la asume. ¿Exige también el delirio? ¿Y la traición al Estado? Quienes tratan de hurgar, una vez más, en las cloacas del Estado para lavar la mentira parecen olvidar una cosa: que esas cloacas eran las de Aznar.

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