A la búsqueda del ciudadano perdido
Del desinterés ciudadano en la construcción europea, patentizado en la fortísima abstención de las últimas elecciones, se ha culpado a todo bicho viviente: a los Estados, por acaparar el protagonismo que supuestamente corresponde en un proceso constitucional sólo al pueblo (o a los pueblos); a los políticos, por no haber sabido acercar al ciudadano la importancia del asunto; a los medios de comunicación, por no haberlo tratado adecuadamente; a los eurócratas funcionalistas, por haber construido una Europa de los mercaderes en lugar de una identidad política ilusionante. Curiosamente, al único que no se ha mencionado es precisamente al responsable último de lo sucedido: al ciudadano mismo, que es quien voluntariamente se ha abstenido y no ha querido participar ni siquiera con un voto.
En realidad, no es tan curioso: culpar de algo a las personas que habitan en nuestras sociedades es un auténtico tabú que ni los políticos ni los medios de comunicación osarían romper. Les va en ello la vida, pues criticar al público o poner en duda su proceder sería la peor estrategia posible para conseguir sus votos o su atención, que es de lo que se trata finalmente. Por eso el ciudadano, el pobre ciudadano, es siempre inocente de lo que sucede. La culpa es de quien no le informa, de quien le distrae, de quien no atrae suficientemente su atención con los medios adecuados, o, en general, del pérfido sistema (arcano concepto que parece explicarlo todo en política, a pesar de carecer de contenido significativo alguno). A lo que parece, el ciudadano estaría por sí mismo deseando participar en lo público, latiría en él una sustancial virtud cívica. Pero no le dejan: le engañan, le manipulan, le esconden la realidad.
Los estudios sobre la competencia política del ciudadano, es decir, sobre su capacidad para comprender y orientarse en el marco político en que habita echan por tierra esta imagen complaciente. Son realmente desoladores: ni siquiera un 10% de la población tiene hoy una mínima comprensión de las instituciones que conforman el mundo político de su país y de su funcionamiento. ¿Será porque es difícil estar formado e informado? En absoluto: nunca en la historia fue tan sencillo y nunca tuvo el ser humano tantos medios a su alcance como en la sociedad actual. Lo que sucede es que la información exige práctica y sobre todo tiempo, y ése es un coste que pocos están dispuestos a pagar a cambio de rendimientos de dudoso valor. Predomina el denominado cinismo democrático, esa situación en la que el ciudadano se desdobla en un consumidor insaciable y exigente de servicios públicos, por un lado, y un desinteresado y lejano votante que desprecia lo político como algo consustancialmente sucio, por otro.
Hace más de dos siglos que Benjamin Constant formuló un diagnóstico asombrosamente temprano de la situación del hombre moderno: en las actuales sociedades extensas, dijo, el ciudadano no participa en lo público por dos razones: primero, porque percibe claramente su insoportable levedad, el hecho de que no es sino un individuo más perdido entre la multitud y que carece de influencia significativa en la marcha del país. Segundo, porque goza de un riquísimo mundo privado que atrae todo su interés al depararle la promesa de la felicidad. En la pequeña polis, el ciudadano se sentía alguien cuando discutía en el ágora, y participar era para él un placer vivo y repetido, incomparablemente superior a los escasos que proporcionaba la frugal privacidad primitiva. Pero ese tiempo pasó irremisiblemente al cambiar las circunstancias sociales y nos encontramos hoy con una inhibición generalizada de lo público. Esta inhibición se remienda, mal que bien, con el uso intensivo de los resortes de la democracia de audiencia: movilizar al ciudadano mediante técnicas publicitarias aplicadas a la generación de la opinión pública. Si conseguimos que la inmensa mayoría se interese por el sombrero de Letizia, ¿cómo no seremos capaces de hacer que conozca cómo se compone la Comisión Europea? Todo consiste en darle a la institución el mismo trato que a la boda: emotivo, impresionista, superficial, reduccionista, guiñolesco. Como algún comentarista ha escrito, "hay que vender Europa a los europeos". Nada mejor para ello que las técnicas del consumismo de masas. Pero la política se empobrece así en directa correlación a la pobreza del mensaje.
A los conservadores nunca les ha preocupado demasiado el desinterés por lo público. En el fondo, ese desinterés corrobora su pobre opinión acerca de la naturaleza humana: por eso, desde Platón en adelante, han sido firmes partidarios del gobierno de los capaces, de los sabios, de los expertos, de los profesionales. De las defective democracies.
Los comunitarismos, nacionalismos y demás particularismos en boga proponen su remedio: el que, utilizando un símil futbolístico, podríamos llamar achique de espacios. Si la sociedad se ha hecho demasiado grande y fría para interesar al ciudadano, creemos en él la ilusión de que puede parcelarse en pequeños reductos en los que se recupera la tibieza del contacto humano. Las naciones, esas comunidades imaginadas de que habló Benedict Anderson, se presentan como marcos más a la medida del hombre, más favorables a su interacción comunitaria, que la sociedad global. Es como volver desde la gran ciudad a la aldea. Lo malo es que quien de verdad haya vuelto sabe que con ello no sólo se reduce el espacio de convivencia, sino también la libertad personal. Por ese camino nos espera la tribu.
Lo preocupante es que la izquierda carezca de posición crítica en esta cuestión y prefiera generalmente dejarse mecer entre las ensoñaciones teóricas de una democracia participativa del tipo de la que Marx inventó para la Comuna y una práctica concreta de halago casi servil a lo que antes llamaba "el pueblo" y ahora denomina más neutramente "la gente", halago carente del más mínimo acicate crítico. Aplaudir a ese ciudadano que tiene tan interiorizado su rol de víctima-niño-consumidor no es una base muy prometedora para la reforma social que se dice buscar.
José María Ruiz Soroa es abogado.
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