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Columna
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Sablistas y gitanas

Las entidades bancarias, tanto las de corte tradicional como las pujantes cajas de ahorro, tienen la categoría de servicios irremplazables para el usuario, que somos cualquiera de nosotros. No hay apenas calle en Madrid en la que falte el cajero automático donde remediar, a cualquier hora, la necesidad inmediata de dinero en efectivo. Creo que esta circunstancia ha contribuido en gran medida a la extinción de un tipo humano, el sablista, que solía atentar contra nuestra cartera aduciendo la imposibilidad de disponer de cierta suma por estar cerrados los bancos, aunque éste fuera sólo uno de los argumentos más socorridos. En otros tiempos, no tan lejanos, contábamos con el conocido que, inevitablemente, nos colocaba un argumento, más o menos literario, para que nos desprendiéramos de la pequeña suma que le ayudaba a sobrevivir. Era tan frecuente, que en lugar de parapetarse el ciudadano en una agria negativa, consideraba más económico y tranquilizador para su conciencia desprenderse de alguna cantidad, inferior a la solicitada, al aparecer el presunto gorrón -o gorrona, que también las había, en menor proporción-, que se conformaba, al no tener otro remedio, con lo que estábamos dispuestos a darles.

No hablo de la circunstancia excepcional, el apuro transitorio, que todos hemos tenido en nuestra juventud y que, generalmente, se saldaba con posterioridad, sino de los especialistas que vivieron de su habilidad, que solía ser innata, para conseguir que el prójimo se deshiciera de un puñado de monedas. Para ejercer esta actividad son precisas dos cualidades indispensables: labia convincente y memoria para no repetir el "rollo" con la misma persona. Me viene a la memoria el caso de un hombre que había hecho del "sable" un arte excelso. Era un escritor de enorme talento, afligido por la penuria casi general en la posguerra civil. O sea, los años cuarenta del siglo pasado. Nuestro hombre deambulaba por la Gran Vía a temprana hora, pues no tenía gran cosa que hacer, sino callejear, cuando se tropezó con una persona vagamente conocida, quizás un catalán de los que venían a gestionar licencias al Ministerio de Comercio. Le contó una historia conmovedora, que casi hace llorar al interlocutor. Necesidad imperiosa de unas pesetas, enfermedades familiares, amenaza de desahucio, hijos famélicos y, para terminar, su propio estado de salud, deplorable. Conmovido el hombre, le entregó la cantidad solicitada y se despidieron en la Red de San Luis con el abrazo agradecido del pedigüeño. Marchó el forastero a sus quehaceres y regresa al mismo sitio horas más tarde, donde estaba su hotel. De frente se tropieza con el mismo que le había emocionado y que ahora llevaba bajo el brazo cuatro o cinco libros, recién adquiridos en lugar cercano. El sablista, excelente en la exposición de la demanda, no era buen fisonomista. Persona de gran generosidad, con lo ajeno y lo propio, sentía simpatía por el catalán y, tras mostrarle la reciente inversión literaria, le invitó a almorzar en una tasca próxima: "Esta mañana tuve suerte y tropecé con un primo al que saqué doscientas pesetas. Pude comprar estos libros y ahora le convido en un lugar de estupenda cocina, que está aquí, al lado...". No recuerdo lo que repuso el otro, pero me confirma en la certeza de que los sablistas solían ser muy espléndidos Hoy nos vemos interpelados en las calles madrileñas céntricas por mujeres morenas, venidas de los Cárpatos, de largas sayas oscuras, que piropean a los hombres con escasa convicción -"guapo, generoso, buen tipo"- y palabras que han aprendido de memoria. Nos siguen por las aceras durante unos metros y dan la impresión de estar dispuestas a acompañarnos hasta nuestro lugar de destino, informándonos prolijamente de la existencia de niños o niñas pequeños que necesitan perentoriamente de nuestra ayuda y cuya supuesta foto nos muestran.

Son una variante del antiguo acoso de las gitanas que pedían subsidios, sí, pero estaban dispuestas a darnos algo a cambio. Generalmente, la buenaventura, lo que, al fin y al cabo, era de agradecer. "Te la digo, resalao" no es un argumento, pero muestra cierta inventiva y un aire de trueque a fondo perdido. Metidos en calores tengo la impresión de que emigran hacia latitudes menos rigurosas. Quizás la avanzadilla fueron aquellos niños que pasaban una esponja sucia por el parabrisas de los coches y ofrecían kleenex en el semáforo. Hoy apelan a nuestra generosidad a palo seco y por eso, según he podido observar, tienen poco éxito.

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