Los otros
La experiencia de haber viajado durante semanas en metro y autobuses ha sido imponente. Me extraña que no se hable más de ello.
Si la especie urbana ha de ser observada al natural, nada mejor que el espacio donde asiduamente se acumulan para los desplazamientos. Allí, a diferencia de las escenas representadas en calles o plazas, las personas se muestran con una pesantez de individuos plúmbeos que los acerca mucho a la naturaleza mineral, mientras de vez en cuando, un párpado, un giro, una lenta incorporación, los devuelve al orden de los seres vivos. Con una limitación: raramente superan la delimitación animal para comportarse como humanos.
Más bien el autobús o el vagón actúan como una cámara que abstrae de los usuarios su complejidad y los aproxima a la espesura del bulto. Bultos confusos y casi inertes que ocultan suavemente las pupilas para dormitar como en signo de abandono o de enfermedad linfática y que les conducirá a un más allá insonoro. Un ámbito vacío y ajeno a la molesta sustancia que supone la contigüidad de los demás y ante la cual se vive una fobia excepcional que elude el menor contacto y, siendo inevitable, lo recibe como ominoso cargamento.
Los del vagón se aglomeran en una masa, y de esa masa queremos desasirnos, ya sea con la vista desviada, el oído ciego y el mayor intervalo entre las ropas. De hecho, el otro viajero logra ser tan irreconocible que nada nos induce a constatarlo. Más que el recelo, la actitud apropiada consiste en practicar una indiferencia total. Una indiferencia que procura ignorar la indiferencia, de manera que viajamos allí como si el resto no lo hiciera como nosotros lo hacemos, y compusieran sólo un estibamiento, más o menos temporal, que sólo nos concierne en cuanto estorba.
Fuera de eso, los demás, no siendo humanos, podrían ser cualquier clase de peso muerto cuya existencia resulta sólo importante por su cantidad: el peso y el volumen de sus astrosas carnes envueltas.
Es decir, ¿concibió Sartre el existencialismo en las estaciones de Châtelet-Les Halles?
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