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Columna
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Una visión

A Imanol, in memoriam

El día pasado, mientras caminaba, me pareció oír dentro de mí algo así como un sonajero. No me dolía nada, me encontraba bien, pero a cada paso que daba algo similar a un descacharre, a un bullicio de piedras entrechocándose, me sobresaltaba. Me dije que podía ser que mi estómago estuviera vacío y actuara de caja de resonancia de algo que ocurría en el exterior, del rumor del mar, por ejemplo. Para mi decepción, el mar estaba tranquilísimo, y el único rumor que me llegaba de él sólo podía deberse al producido por el fervor de la sirena al besar al marinero oculto. Nada que ver con lo que yo escuchaba en mi interior, más similar al rugido que produce una ola feroz al retirarse sobre un lecho de cantos. Así que me senté en uno de los bancos de Ondarreta para parar aquello y fijé la mirada en unas señoras en bañador que parecían jugar al veo-veo. Pensé que tal vez aquella visión deleitosa sirviera para adormecer mi estropicio, o para dejarlo contento y así se callara de una vez.

Pero yo soy un analista, y la visión de las alegres señoras me duró lo que tarda una frase en desplegar sus alas y posarse en el puente de mi nariz grecorromana o judeobizantina, según el humor que tenga. Mis anteojeras son una frase, les digo, aunque eso no fue lo que me dije, vamos, quiero decir que esa no era la frase. Si la conciencia te estremece, péinala. Esa era la frase, y la analicé desde todos los puntos de vista. La analicé tanto, que hasta se cruzó con ella una señorita en topless y la incluí también, sentándola sobre la palabra conciencia, de significado inextricable hasta aquel instante y que me agradeció mucho la ocurrencia. Tengo un descacharre, dijo entonces la conciencia, y yo pensé que ése debía de ser su significado. Pero oí cómo la señorita en topless le preguntaba, ¿dónde?, y vi que la conciencia le palpaba la tripita y le decía, ahí, ahí, suena como por ahí. Algo perplejo, llegué a la conclusión de que el significado de la conciencia no era el que yo había pensado y que para descifrar el verdadero debía dejarla actuar según su deseo. De modo que la dejé en el banco a solas con la señorita en topless para que le contara sus penas y obtuviera un significado.

Yo seguí caminando, con la esperanza al principio de que lo que dejaba atrás me hubiera liberado del rumor estrepitoso. Vana esperanza, pues no di el primer paso y ya rodaban unos contra otros los fragmentos de aquella cantera desmoronada. Aquel ruido no era una frase, no contenía una proposición, pero si quería saber lo que era, tenía que trasladarlo a una frase, tarea que emprendí justo a tiempo de evitar darme de bruces contra un tamarindo. "Eso es un rumor estrepitoso", me dije, lo que no impidió que eso siguiera sonando, y resultaba ser además una tautología. Seguí intentándolo: "Eso no es un dolor de tripas", "eso no es ni Mahoma ni la montaña", 2eso no es fruto de tu conciencia". ¡Albricias!, ¡cómo no lo había pensado antes! Puesto que había dejado atrás a la conciencia buscando su objetivo con la señorita en topless, era evidente que el rumor estrepitoso nada tenía que ver con aquélla. La solución consistía en actuar por exclusión, e ir dejando caer cosas de las frases a medida que me fuera encontrando con señoritas en topless.

Dejé caer todo. Llegué a la conclusión de que mis cosas eran muy seductoras cuando trataban de buscar un significado, pero no hubo forma de que mi molinillo interior se callara. Había alcanzado el vacío interior, desprendido de todo en aquella mi vía purgativa, y el descacharre seguía sonándome entero. Y entonces, sí, señores, entonces lo vi y se calló todo. No fue una frase, fue una visión. Una visión desoladora. ¿Cómo se puede trasladar una visión a una frase, de forma que pueda ser comunicable? Ese es un viejo problema, y el asunto se agrava si la visión consiste justamente en la imposibilidad de construir una frase. Intentaré explicárselo lo mejor que pueda: eran mis rostros del corazón los que chocaban entre sí cada vez que se iniciaba mi frase.

Concluí de todo ello que el logro de mi vida consistía en haber conseguido que hablar y doler fueran una misma cosa, y que ése era el amparo que me había otorgado mi nación. No esperé a encontrarme con otra señorita en topless. Tenía junto a mí a un tío en taparrabos y le descargué la palabra nación para que se la fumara. Mi rumor estrepitoso cesó de inmediato. Ignoro si a él le sonaron las tripas o le sonó el Eusko gudariak y se le alegró el termómetro. Alabado sea.

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