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Al fin, Pablo Neruda está un poco menos muerto

Si no hubiese muerto el 23 de septiembre de 1973, doce días después del bombardeo de la Casa de la Moneda y el aniquilamiento de su amigo Salvador Allende, el poeta comunista Pablo Neruda habría visto derrumbarse su mundo.

¿Qué habría sentido al presenciar la desaparición de la Unión Soviética y la caída del muro de Berlín? ¿Y si hubiera vivido hasta hoy y fuera testigo de la invasión de Irak, el nacimiento de la nueva Europa, el apogeo del terrorismo y la sustitución del muro de Berlín por el muro de Gaza? Sin duda, hubiera sido penoso para él mirar hacia los dos extremos de la realidad y ver, por ejemplo, que el paraíso socialista ha caído, pero el general Pinochet aún sigue en pie, impunemente libre en su Chile natal. Este 12 de julio, Pablo Neruda habría cumplido cien años.

Neruda fue un escritor comprometido y militante, como Rafael Alberti, Paul Eluard, Vicente Huidobro, Nazim Hikmet, César Vallejo, Louis Aragon, Salvatore Quasimodo y tantos otros contemporáneos suyos. Y, a diferencia de antiguos camaradas como Octavio Paz, Auden o Pier Paolo Pasolini, mantuvo su fe política hasta el final y siempre pensó que un intelectual debe tomar partido y llevar una bandera en la mano. Por eso, a finales de los años sesenta, mezcló halagos y amonestaciones en estos versos de una de sus obras menos conocidas, titulada, precisamente, Fin del mundo, en los que se refiere a los entonces jóvenes autores del boom latinoamericano: "Cortázar, el pescador, / que pesca los escalofríos (...). / Vargas Llosa, que contó / llorando sus cuentos de amor / y, sonriendo, los dolores / de su patria deshabitada (...). / Juan Rulfo de Anahuac, / o Carlos Fuentes de Morelia (...). / Sábato, claro y subterráneo; / Onetti, cubierto de luna; / Roa Bastos, del Paraguay, / me pareció que ustedes eran / los transgresores del planeta, / los descubridores del mar, / pero el deber que compartimos / es llenar las panaderías".

Pero las cosas han cambiado y, hoy día, cantarle a las panaderías no está de moda y las palabras intelectual y compromiso ya no hacen buena pareja.

Algunos de esos autores que defendieron a España y, más tarde, a Europa del fascismo, todavía resultan sospechosos porque se les acusa de estalinistas y se les considera cómplices silenciosos del exterminio. Efectivamente, muchos de ellos, empezando por el propio autor de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, escribieron odas a Stalin. Pero se olvida, o quizá se esconde malintencionadamente bajo la alfombra, que en libros como Fin del mundo, escrito entre 1968 y 1969, o Elegía, del año 1974, Neruda hizo una autocrítica pública de su error: "Un millón de horribles retratos / de Stalin cubrieron la nieve / con sus bigotes de jaguar. / Cuando supimos y sangramos / descubriendo tristeza y muerte / bajo la nieve en la pradera / descansamos de su retrato / y respiramos sin sus ojos / que amamantaron tanto miedo. / (...) Ignoraba lo que ignorábamos. / Y aquella locura tan larga / estuvo ciega y enterrada / en su grandeza demencial / envuelta a veces por la guerra / o propalada en el rencor / por nuestros viejos enemigos. / Sólo el espanto era invisible". Eso es lo que dice en Fin del mundo. Y esto es lo que añadió en Elegía: "Luego, adentro de Stalin, / entraron a vivir Dios y el Demonio, / se instalaron en su alma. / (...) La tierra se llenó de sus castigos, / cada jardín tenía un ahorcado".

En España, a Neruda lo siguieron y lo siguen llamando estalinista, un adjetivo tan hiriente que hasta parece lastrar los méritos literarios de libros como Residencia en la tierra o los sucesivos tomos de las Odas elementales, mientras que a muchos de los escritores que en la Guerra Civil estuvieron del lado de Franco y, en consecuencia, siguiendo la lógica que condena a Neruda o Alberti, fueron cómplices de un golpe de Estado y de miles de crímenes, parece habérseles otorgado el perdón y el olvido. Eso vale para José María Pemán y para Camilo José Cela, para Luis Rosales y Gonzalo Torrente Ballester, para Edgar Neville o Gerardo Diego. Parece que ninguno de ellos fue franquista, sino sólo monárquico o falangista crítico.

Las bibliotecas demuestran lo contrario. Empezando por Pemán, con su libro La bestia y el ángel (1938), que sin duda pretendía ser la versión nacional del Paraíso perdido de John Milton y que establecía, desde el comienzo, un claro vínculo entre los sublevados, el Imperio y Dios: "Se da tierra a los huesos de Monte Argüí. Es la hora / de los nuevos romanos y del épico afán. / La sonrisa de Franco se adelanta a la aurora: / y la mañana dora su espada en el Uisán". Sin duda, el autor de El divino impaciente sabía contra qué y por qué luchaba: "Y el enemigo sigue siendo el mismo, / Oriente pecador. / No hay más: Carne o Espíritu. / No hay más: Luzbel o Dios. / ¡Frente a la España de San Juan, un mundo / sin más danza que el paso de combate / ni más ritmo ni verso que la angustia infinita, / pendular del un, dos! / Y a su frente el fantasma de los ojos dormidos: / Lenin; el leño seco y el arenal sin sol". A continuación, para estigmatizar a Lenin -y siguiendo, tal vez, la estela de un famoso soneto de Núñez de Arce contra Voltaire, escrito en 1873, que termina diciendo: "Ya la fe miserable a tierra vino; / ya el Cristo se desploma; / ya las teas / alumbran los misterios del camino; / ya venciste, Voltaire. ¡Maldito seas!", Pemán se entrega a un arrebato religioso-patriótico-turístico: "¡Yo te maldigo en nombre de todos los crepúsculos / y de todas las rosas: yo / te maldigo en el nombre de Venecia y sus góndolas, / de Viena y sus violines, / de Sevilla y su sol! / ¡Yo te maldigo en tu fracaso, porque / tú eres el Anti-Espíritu y el Espíritu es Dios! / ¡Tú estás seco entre nieves, allá en la plaza Roja! / ¡Pero en Granada sigue cantando el ruiseñor!". El último verso, sin duda, no debía referirse a Federico García Lorca, ejecutado en Granada por los mismos criminales a los que cantaba Pemán, quien al llegar la democracia fue condecorado por el Rey.

Pero Pemán no estaba solo en su lucha, como demuestra la lectura de las numerosas antologías que apoyaron a la España sediciosa. Por ejemplo, la Antología poética del Alzamiento (1936-1939), preparada por Jorge Villén y que incluye versos de Manuel Machado, Luis Rosales, Eugenio d'Ors, Agustín de Foxá y hasta unos ripios de Enriqueta Calvo Sotelo, en los que recuerda a su padre -"Todo me habla de él. La suave brisa / que acaricia las flores a su paso...; / el destello del sol en el ocaso, / que parece la ostia de una misa"- y resalta el valor patriótico de su sacrificio: "Y la sangre que entonces derramaste / obró un nuevo prodigio. ¿Sabes cuál? / Llegase a la bandera amoratada, / y en el último impulso de su afán, / tiñendo con su sangre lo morado... / ¡La gloriosa bandera suplantada / tornó a ser la bandera nacional!".

En su Lira bélica. Antología de los poetas y la guerra (1939), preparada por José Sanz y Díaz, se repiten los mismos autores del libro de Villén, con el añadido de Gerardo Diego. En cuanto al Cancionero de la guerra recopilado ese mismo año por José Mosterín Alonso, acoge a buena parte de los autores citados más Emilio Carrere, Dionisio Ridruejo, Jesús del Río Sainz, un Ricardo León que alaba al "soldado desconocido / de la raza militar / que juntó en una las almas / del santo y del capitán" y los siempre algo surrealistas hermanos Álvarez Quintero, que en su poema Caso patológico hacen hablar así a un presunto líder republicano: "Ya el que no muere loco muere hambriento... / ¡Ya persiguen los cuervos mis banderas! / ¡Ya no hay nada que hacer! / ¡Ya estoy contento!".

Por supuesto, también hubo, aparte de las antologías, obras individuales que van desde las cautelosas Poemas de la muerte continua (1936), de Luis Rosales, o Carta personal (Carta abierta a Pablo Neruda), de Leopoldo Panero, hasta las desaforadas Dolor y resplandor de España (1940), de Manuel de Góngora, o Poemas de la Falange eterna (1938), de Federico de Urrutia, cuyo último poema, titulado como una novela posterior de Francisco Umbral, Leyenda del César visionario, concluye con la exaltación de los vencedores:

"Se estremecieron los montes / -dolor de monte Calvario- / sonaron gritos de ¡Imperio! / rotos de angustia en los labios. / Y por los vientos del mundo / con temblor de meridianos, / desde la América virgen / hasta el Oriente lejano, / retumbó el nombre del César: / ¡Franco!... ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!"

En cuanto a la prosa, los ejemplos son muchos y van de la novela de Concha Espina titulada Retaguardia (1937) a Madrid, de corte a cheka, de Agustín de Foxá, o Frente de Madrid (1941), de Edgar Neville, en la que un personaje le dice a otro: "Aquí no sabéis aún lo que es Franco. Franco es el sentido común. Franco modera el desenfreno. Tiene la virtud rara de enterarse de las cosas y de tener en cuenta en cada caso la opinión adversa; pulsa, mide y hace o deja de hacer lo que sea de razón". Y son conocidos los artículos nacionalsocialistas de Torrente Ballester, cuya primera novela, Javier Mariño (1942), era, entre otras cosas, una apología de la Falange, o el ofrecimiento de Cela como voluntario a delator del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, al que creía, según escribió en su petición, poder "aportar datos sobre personas y conductas que pudieran ser de utilidad", dado "que el Glorioso Movimiento Nacional se produjo estando el solicitante en Madrid (...) y que, por lo mismo, cree conocer la actuación de determinados individuos".

Y en el terreno del ensayo podríamos mencionar Los tres libros de España (1941), de Eduardo Marquina, o Madrid nuestro (1946), de Ernesto Jiménez Caballero. Este último, a quien tantos ven ahora como un personaje excéntrico pero inofensivo, ya había publicado en 1933 La nueva catolicidad. Teoría general sobre el fascismo en Europa: en España, donde mantenía puntos de vista como éste: "Nuestra unidad habrá de ser política, religiosa, militar, social y cultural. Todo cuanto se oponga a cualquiera de esas modalidades de la unidad total será ilícito y contra el Estado. Todo lo que favorezca ese ideal será libre y digno de honra y gloria". Tras haber conseguido la victoria, las teorías del fundador de La Gaceta Literaria permanecieron invariables, aunque les añadió un punto de arrogancia y severas dosis de misoginia y homofobia, como vemos en Madrid nuestro: "Frente a las épocas enfermizas, feminuchas, románticas y asquerosas de España, ¡tened la energía moral, el macho agradecimiento de afirmar que hemos triunfado y nos sentimos sanos, clásicos, en plenitud! ¿Quién lloriquea por ahí? ¿Alguna mujer? ¿Algún cobarde? ¿Algún indecente? ¿Algún mariquita? (...) ¡Fuera! Porque si ya logramos -siendo pocos- arrancar a España de las garras del diablo, ahora -que somos falange innumerable y victoriosa- sabremos conquistar frente a todos los diablos del infierno: ¡un nuevo reino de Dios!".

Al contrario que tantos falangistas absueltos por los mismos que llaman asesino a Alberti e indultan a Sánchez Mazas y compañía, Pablo Neruda ha llegado a su centenario cargando con la pesada cruz de haber sido estalinista mientras "ignoraba lo que ignorábamos", según su propia confesión. Por añadidura, el papel que representó, que es el de poeta comprometido, no tiene buena prensa y, al contrario, son muchos quienes creen que el intelectual honesto no debe opinar, necesita mantenerse al margen de la Historia y de la actualidad, si no quiere dejar de ser independiente y sufrir el peor de los desprestigios. Los últimos acontecimientos terribles parecen, sin embargo, haberle dado un giro a la situación, y ya somos bastantes los poetas que hemos escrito y publicado versos sobre la caída de las Torres Gemelas, el allanamiento de Irak o el atentado del Once de Marzo. Quizá es que sólo el terror más absoluto puede agrietar hasta el mármol de las torres más altas. Aprovechando la marea, tal vez a Pablo Neruda también se le permita, en medio de las conmemoraciones de su centenario, salir del purgatorio. No será fácil, porque con frecuencia los que dan los salvoconductos son los mismos que pronuncian las excomuniones. Pero habrá que intentarlo por lo menos. Es por una buena causa.

Benjamín Prado es escritor.

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